O F R E N D A

RUBEN GONZÁLEZ ÁNGEL

Inicié mi camino en la pintura, a los 15 años, gracias al encuentro que tuve con la maestra María Fernanda Vallejo. Con ella aprendí el oficio de la pintura al óleo: tensar una tela al bastidor, imprimar la tela, preparar óleo de blanco titanio haciendo una pequeña montaña con un ombligo, como un volcán, que se cubría con aceite de linaza, para luego mezclarlo con mucha paciencia hasta obtener una pasta, ni muy líquida, ni muy sólida. Recuerdo la primera noción del manejo de los colores, con un dibujo a lápiz de una estrella de David, que Mafe hizo sobre un pedacito de papel. En esta estrella estaban el azul, amarillo y rojo, apuntando hacia arriba y el verde, violeta y naranja, apuntando hacia abajo. Aunque todos hayamos escuchado este principio básico de los colores primarios y secundarios, hasta el día de hoy, esta estrella me sigue fascinando y enseñando.

Cuando uno sigue una estrella, no se puede emprender el viaje solo, siempre aparecen otros magos en el camino que también han sido atraídos por su brillo. Mafe es una de las magas que me encontré recién vi la estrella. Emprendido el viaje, al llegar a un árbol que tiene en sus hojas una vibración como de mariposas, me encontré con otro mago: el maestro Victor Laignelet. Con él he continuado profundizando en el oficio de la pintura y la teoría del color heredada de Goethe y Johannes Itten. Con Víctor nos hemos encontrado en la parte del camino donde los colores: negro, blanco, rojo, azul, verde, citrino y gris, priman en el paisaje.

Sigo caminando, llevado por el magnetismo de la estrella, hacia el oro que nace de lo más humilde y desapercibido, mientras comparto camino con otros magos y magas que también son movidos por los hilos invisibles de la estrella que recorre el firmamento del alma.

 

Picos de águila
Por Ana Cristina Ayala

De Rubén he aprendido lecciones de luz que, al recordarlas, me parecen constituidas por una sola caminata que empezó una madrugada de otro día, en otra vida. De eso caí en cuenta con el cansancio de un paseo que compartimos. Yo avanzaba por la margen de un río tropical y él saltaba de piedra en piedra por el cauce. 

Me dijo: «Yo no sé cuándo, pero tú vas a llegar por tierra, y yo por agua». Nuestro destino era el abrazo del rayo; el lugar preciso en el que el Sol está siempre paralelo a la tierra, y perpendicular al cuerpo. 

Él señalaba partes de nuestro paisaje queriendo mostrar episodios pictóricos. Me recordaba que cuando llegáramos, los rayos iban a desnudar la escena. Cuando le pregunté qué era la pintura, me dijo: «es poner una base de color húmeda, e ir secándola para que emerga la luz. Es estar quitando pieles todo el tiempo, con insistencia. Es hacia abajo como quien excava y hacia adentro para descubrir».  

Al mediodía caminamos por Bogotá, por la séptima, junto a la montaña. Nuestro destino era un vivero al que nunca llegamos porque nos perdimos, y porque nos embriagamos con la incandescencia de las flores y con los visos de colores que él iba descubriendo sobre la calle. Caminar con él me hizo entender a Duchamp. A veces la obra se crea con un señalamiento: los carros se me parecieron a las piedras del río. Los árboles se pusieron temblorosos. La séptima se desprendía de su pátina oscura. El piso encendía su superficie como si fuera una serpiente del maíz mudando de piel. Mi atención estaba detrás de él que iba de luz en luz armando poesía en vivo.

«Mira el centro de esa flor». Con cierta irritación en la pupila, contemplé un fuego flameante entre los pétalos morados de una petunia. Años antes, él mismo había hablado de ese dolor en los ojos. Se había quedado viendo al Sol, como lo había hecho Newton, para que se le revelara la refracción de la luz. De ese hecho, hasta hoy, ha construido numerosos estudios. Un día me habló sobre una conclusión: «Octavio Paz tenía razón, la realidad sí es más real en blanco y negro. El color es solo una ilusión» Me explicó que las materias del mundo están diseñadas para hablar en color y, nuestros ojos, para escuchar lo que dicen. Que la manzana se come toda la luz, excepto la roja. Que la hoja se come toda, excepto la verde. Que la sumatoria de lo que se tragan y lo que rebotan siempre será un gris. Que así, los insectos, las aves, y ciertas partes del espíritu se comunican: «Es un lenguaje que pervive en el silencio más puro: tal hecho es la pintura».

Más tarde, durante la golden hour, caminamos por la vereda hacia su casa en Tabio. Esta vez no habló, no dijo, no señaló, y en cambio le pasó lo que a veces le pasa: que se rodea de un silencio ininterrumpible, que las comisuras del labio se le suben un poquito, que la piel se le destensa, y que los ojos se le sientan en las cuencas y se transforman cada uno en un pico de águila. Esa expresión suya es de recién resucitado. Y ahí es cuando uno sabe: ya empezó a tragar luz. 

Me fijé en lo que él veía con los picos: un gran pino solitario. Más tarde, a luz de vela, pintó el pino sobre un retablo. De ahí en adelante, en ese preciso lugar de Tabio, el azul del cielo se chocó con los bordes negros de follaje. El suelo se volvió dorado y para siempre abrazó el tronco que más allá se incrustó de nuevo en el azul del cielo que incesantemente volvió a chocar con el follaje casi negro. En ese lugar, para siempre, la emoción del pino vibró entre lo solemne y lo agitado. Después de guardarse los picos con los que veía, Rubén habló: «Goethe decía que el color es cuando la luz y la oscuridad duermen en cucharita». 

Intento y no puedo. No recuerdo un solo día ni un solo segundo de nuestra amistad de hoy —ni de la de ayer— en el que no estemos caminando. Caminamos aunque él fuera muy ágil y yo muy pesada. Caminamos incluso cuando no había agua. El caminante siempre fue él, y casi nunca yo. Casi nunca se detuvo. 

Excepto por la época en que le pasó lo mismo que a Hans Burgner. Se quedó en el taller durante meses porque un homúnculo le había infectado el oído con pirita y pintó y pintó y pintó sin sosiego. «Me estaba exprimiendo el alma». 

Sobre esos meses, también dijo: «Siempre hay unos cuantos monstruos en el camino. Yo luché con un titán. Nunca lo vencí, pero me salvó la gracia. A la larga, un artista no tiene por qué estar plenamente dedicado en su taller, como dicen. En realidad, uno no debe dedicar nada de su tiempo. Uno camina y se alimenta de las vivencias. En un buen laboratorio la obra no nace de la disciplina, sino de la gracia». 

Cuando volvió a caminar se me pareció a Melquíades: me mostraba toda clase de sortilegio: de imagen que había pintado, fotografiado, ensamblado y que provenían de lugares que yo desconocía. Me dijo que en todo caso, aquellos no eran sortilegios. «Son correspondencias que me envía un desconocido, yo solo camino para encontrarlas». Quizá tenía razón. Quizá sea más preciso decir que sus obras son partes de una sola carta que él recoge a sílabas. Una carta rota y esparcida por el mundo y cuyos trozos, aún así, guardan su texto: la auténtica luz. «Me interesa la vida, y las conexiones que hacen que ella ocurra». Lo cierto es que, para mi fortuna, en sus obras y en la caminata he conocido otro mundo que brilla dentro de éste. Ofrendas de amor y emoción, que es el camino que siempre muestra.

Me contó que por lo de los ojos, fue al oculista, y que el oculista le dijo: «tú eres poeta y también artista. En tus ojos hay dos puntas como picos de águila. De eso no te asustes que cuando llegue la noche, no habrá ninguna contradicción».

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Inauguración 20 de Agosto – Hasta el 25 de Septiembre

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