EDUCACIÓN, TIEMPO Y SACRALIDAD
EDUCACIÓN, TIEMPO Y SACRALIDAD por Javier Gil Marín
Texto para iniciar el semestre 2021
“Somos estudiantes y no capital humano”
(Revueltas estudiantiles frente al Plan de Bolonia)
Más allá de contenidos, destrezas o competencias, aspiramos a enseñar una forma de estar en el mundo, una forma de vida cada vez más difícil en estos tiempos dominados por una lógica de incesante aceleración y productividad. Lógica de la rentabilidad y productividad asociada a una noción del tiempo cronológico que siempre apunta hacia adelante, a lo medible y rápidamente traducible en resultados cuantificables.
Frente a la insensibilidad de los datos, hay que recordar que la vida escapa a lo mensurable, su misma vitalidad y complejidad se fuga de las inmovilizadoras cárceles de la medición. No se trata de negar resultados y evaluaciones, el problema es creer que la formación universitaria se explica y se agota allí. Aparte del tiempo cronológico, cronos, los griegos disponían de Aión, el tiempo de la intensidad, tiempo para detenerse y hacer experiencia con algo o con alguien. Es el tiempo para habitar el momento, porque solo así se vive estética, poética, y reflexivamente la existencia, porque sólo así establecemos un corte en la trama mecánica del tiempo. Aión profundiza la vida, otorga presencia más allá de resultados y mediciones. Cuando nos ilumina Aión la intensidad está por encima de la cantidad y rentabilidad.
Siempre conviene recordar que el término ´skholé´, “escuela”, se traduce como detenciónón, suspensión , tiempo libre. Frente al descrédito que tiene el tiempo libre, como su denominación lo indica, es tiempo liberado de la instrumentalidad, tiempo para habitar largamente algo, sin prisa y sin apremios. Tiempo -por tanto- proclive a la reflexión, la conversación, la creación. Tiempo para construir lo común, porque lo común se fertiliza desde esos ámbitos. Con Aión no estamos proyectados hacia adelante, hacía un resultado o un punto de llegada predeterminado, más bien estamos en el morar y demorar, en la posibilidad de perdernos en algo. No deja de ser curioso que el hecho de perderse se considere como un error o una desviación, se trata de una valoración que desnuda nítidamente cómo nuestra cotidianidad es regulada por el tiempo cronológico del rendimiento. Hay que saber perder el tiempo e introducirse en lo desconocido para encontrarse con la vida, con el conocimiento y la creación.
La vida universitaria igualmente abre otro tiempo, un tiempo aparte para podernos detener reflexiva y poéticamente, para inventar lo posible. Decía Badiou que para pensar, hay que detenerse, “detenerse a pensar”, en el entendido que el pensamiento para poder seguir pensando tiene que estar interrumpido por otro pensamiento. Por ello la Universidad es una suerte de oasis, un refugio para pensar, crear y soñar, una fuga de la monótona sucesión de los días.
La pedagogía se encuentra, también, presa del tiempo cronológico, cuando es atrapada por el futuro, la prisa, y los resultados (y, de paso, por la neurosis de la evaluación). Aún persiste la creencia que se aprende lo que se ha enseñado, y que ese proceso es mecánico, directo y lineal (una suerte de industria). Esto conduce a la simplista idea de que lo enseñado es lo que se tiene que aprender y por lo tanto lo que se tiene que evaluar. Creemos, por el contrario, que se aprende después, a su tiempo y de maneras muy singulares y personales, y por ello es difícil evaluar lo aprendido. Esta consideración bastaría para poner en tela de juicio buena parte del sistema evaluativo y sus efectos negativos en el conocimiento. Uno de ellos, y de los peores, es el de generar en el estudiante la convicción de que se aprender para aprobar.
El maestro enseña, ofrece signos que cada cual sabrá usar y comprender, y lo hará a lo largo de la vida, más allá de los tiempos oficiales de la evaluación. No se aprende por la mecánica exposición a una enseñanza, el aprendizaje se produce cuando in-corporamos algo, cuando hacemos cuerpo con algo, cuando hacemos vida con lo enseñado a partir de una afección profunda. En la primaria, por ejemplo, nos enseñaron a leer. Pero realmente solo aprendemos a leer cuando podemos decir: “quiero leer, deseo leer, leer es fundamental”. Solo aprendemos cuando somos tocados por un deseo y una pasión.
Por ello creemos que aprender arte o fotografía tiene que ver con haber sido tocado por alguna pasión, y eso no se distancia de recuperar la infancia, en tanto entendamos la infancia como una potencia de juego, potencia para suspender los ritmos ordinarios de la vida y para entregarse al instante sin importar mucho los resultados. La infancia es hija de Aión, por eso consideramos que el propósito de la educaciónón es darle infancia a la vida, o mejor, darle otro tiempo: el tiempo de la intensidad, del goce, de la creación, de la poesía y la imaginación. “Los hombres sin imaginación se refugian en la realidad”, afirmaba Godard, al inicio de la película “Adiós al Lenguaje”.
Las artes en la Universidad aspiran a una cierta resistencia al presente, no solo aspiran a formar artistas, propósito harto difícil porque un artista se forma en y con la vida, y a través de toda la vida. Quizás su propósito es más modesto, es invitar a una forma de vida que en sí misma es profundamente estética, una forma de vida que recupere palabras como “intensidad”, “creación”, “juego”, “infancia”, “pasión”, “alegría”, “detenimiento”, “conversación”, “comunidad”, “estudio”, “cuidado”, etc. Es decir, un modo de vida provisto de la potencia creadora de la infancia, entendida -repetimos- como potencia que excede a Cronos, que excede lo cronológico. Nos gustaría pensar en una educación más lúdica, gozosa y vital, parecida a esta descripción del juego infantil que bellamente nos entrega Carlos Skliar en el siguiente pasaje:
“Un niño que juega a las escondidas no se da cuenta que más de la mitad de su cuerpo sobresale del árbol. Otro, ha entendido que debía quedarse quieto, no que debía esconderse. Una niña más allá, se distrae con un anillo que encuentra en medio de su correría por la calle. El que cuenta se ha detenido en el número 20, quizás porque no sabe contar más o porque ya se aburre. Nadie sabe a qué están jugando, ríen, y siguen jugando”
Ese espacio-tiempo aparte que propone la educación, ese propiciamiento de una experiencia otra, la podríamos asimilar a la potencia de lo ritual. Byun Chul Han, en su libro “La desaparición de los rituales” sostiene, un poco en la línea de lo mencionado, que los ritos establecen un mundo aparte, una experiencia extra-ordinaria. En ese sentido la formación tiene algo de rito, algo de sacro, en tanto que experiencia distinta y distante de los ritmos cotidianos de cronos. Esa potencia diferenciadora genera comunidad, algo casi que inexistente en una época caracterizada por un exceso de comunicación y una casi inexistente comunidad. “Al tiempo le falta hoy un armazón firme. No es una casa, sino un flujo inconsistente. Se desintegra en la mera sucesión de un presente puntual. Se precipita sin interrupciónón. Nada le ofrece asidero. El tiempo que se precipita sin interrupciónón no es habitable…Los rituales transforman el «estar en el mundo» en un «estar en casa», hacen habitable el tiempo”.
Frente a tanta “innovación educativa”, y siendo felizmente anacrónicos, es sano recuperar la intensidad ritual del encuentro educativo. Este se carga de lo sacro en tanto que entendamos lo sacro como el mero hecho de dar importancia a algo, de habitarlo plenamente separándose de la banal sucesión de instantes propios de la lógica mercantil. Lo sacro, lo ritual, interrumpen el tiempo para realmente hacer experiencia. Justamente por ello producen comunidad. Hay que buscar lo sacro en la manera como habitamos este mundo y no en un mundo aparte del mismo vivir. En la manera, por ejemplo, cómo la educación produce una especie de recinto alquímico que le permite al otro encontrarse y perderse en sus preguntas, introduciendo sus ambigüedades y contradicciones. Un recinto capaz de darle contención para que pueda ser lo que es, y lo que puede llegar a ser.
Fernando Bárcena nos ayuda a terminar este breve escrito cuando cita a Massimo Recalcati, en particular un libro, «El secreto del hijo”. Allí nos hace un llamado a respetar la sacralidad del hijo, que no es otra cosa que su diferencia y otredad. Esa relación con el hijo es perfectamente extrapolaba a la relación con el alumno: «El hijo encarna la diferencia incondicional de la vida y su fuerza ilimitada. Resiste a cualquier posible identificaciónón empática. Se mueve por el mundo llevando no solo la diferencia irreductible de su generaciónón respecto a la de sus padres, sino también la peculiaridad más elusiva de su existencia […] El padre no exige diálogo -comprensión recíproca-, pero reconoce el deseo del hijo como un enigma indescifrable. ¿No es acaso esta condición indescifrable una experiencia constante de cualquier padre? ¿Acaso no es precisamente de ahí de donde surge ese amor como una apertura absoluta al misterio de la otredad del hijo […] El amor no es empático, no está fundado en la comprensión recíproca, en compartir, sino que es respeto por el secreto absoluto del Otro, por su soledad; el amor se basa en la lejanía de la diferencia, en lo que no puede compartirse, en la realidad inasimilable del Dos”