Textos producidos en el taller de Crónicas de Mujeres 2021 de Mariana Serrano
ÍNDICE
Relato de un taller: crónica de mujeres
Mariana Serrano Zalamea
Trialidad
Françoise Nieto-Fong
Cuatro elementos
María Amador O.
Abrazar el ciempiés
Silvia Buitrago Guzmán
Crónica urgente
Martha Judith Noguera
La última lágrima
María Consuelo Gaitán Clavijo
Los extremos de la existencia
Lina del Mar Moreno Tovar
Relato de un taller: crónica de mujeres
Por Mariana Serrano Zalamea
La cotidiana brevedad de ese género maleable que es la crónica, en su orilla más literaria, se conecta con la memoria de las personas y sus relatos. Este dossier que compartimos en el blog de Liebre Lunar es una buena muestra de sus posibilidades expresivas.
Cada taller es único por las presencias que confluyen y hay coincidencias que resultan en encuentros creativos; la propuesta que lancé con este taller de escritura desde el registro que permite la crónica fue una de estas sinergias irrepetibles dentro de la apertura del espacio, por ahora virtual, que propicia Liebre Lunar. Una nómina de notables cronistas latinoamericanas —con sus distintas miradas y lugares de narrar el mundo— motivó una serie de reflexiones para un grupo de talleristas inquietas, buenas lectoras y con recorridos vitales y profesionales ricos y experienciales.
Tópicos como las emociones (el miedo a la vida y a la muerte, las obsesiones extremas, el amor y el desamor, la maternidad sin cercos y mentiras cursis), los cuerpos (el deseo, las fragilidades de la juventud y la vejez, la incomodidad y la aceptación), los lugares inestables y potentes de las mujeres, la batalla contra los imaginarios y mandatos impuestos, las vidas como trayectorias contradictorias, dolorosas, conflictivas y libertarias, ni más ni menos, aparecen en esta cosecha de “páginas de vuelta”.
Abre la muestra Françoise Nieto-Fong y “Trialidad”, una crónica sobre la identidad maleable y compleja de una mujer con raíces colombianas, chinas en su vertiente jamaiquina y que además vive en Estados Unidos. Es una escritura divertida y graciosa, aderezada de anécdotas y de datos factuales sobre los migrantes que ponen “a ras de suelo” el a veces manido asunto de cómo se mira el mundo desde una mezcla de genealogías. Aquí encuentro panaderías asiáticas con avisos en español que dicen: Se venden tamales; frecuento un restaurante colombo – coreano (yo lo llamo colreano) de un coreano que creció en Colombia, sirve bandeja paisa con galbi y me ofrece un aguardiente a la llegada; y aún tengo por probar un par de indimex donde sirven burritos rellenos de tikka masala
El tránsito brusco y confrontador de una vida en pareja a la soledad de una separación es el nudo de “Cuatro elementos” de María Amador. Desanudarse y desapegarse desde la carga simbólica de cosas como una nevera, un anillo, un espejo y una planta. Ironía con tintura que va del negro opaco al brillo multicolor impregnan estas líneas. Es una narración detallada y aguda del desamor: Al menos hoy no siento la culpabilidad que viene con los vegetales podridos, con el camino de vergüenza que debo recorrer desde mi puerta hasta el cuarto de basuras del edificio, con una bolsa llena que chorrea agua con olor a muerte.
¿Cómo es vivir los días uno tras otro con un trastorno obsesivo compulsivo con todo lo que tiene de estigma, dolor y umbrales? Silvia Buitrago en “Abrazar el ciempiés” plasma su experiencia vital en imágenes que dan escalofríos y también deseos de llorar. En su crónica, la contención está en la autoconsciencia y también en las compuertas que se abren con personajes de ficción, un poema y una biopic de Virginia Woolf una escritora que metaforizó el cuarto propio. Mientras sube [el ciempiés] todo se torna más agresivo, como si su propósito en este mundo fuera violentarme: los sonidos, la luz, la misma temperatura del ambiente, todo confabulado para que me sienta cada vez más miserable y frágil.
La pandemia, los viajes y el final de la vida de una madre, son los ejes del texto vertiginoso que escribe Martha Judith Noguera en “Crónica urgente”. En pocas páginas esta cronista despliega sus miedos, su capacidad de adaptación, sus iras y amores con un ritmo marcado por frases cortas, adjetivación precisa, intercalación de diálogos donde todo tambalea, es incierto, duele y, a la vez, es vital. Salgo a marchar, me siento en una fiesta. Marcho bailando, vuelvo a marchar, me quemo el cuello, sigo marchando, me mojo, me duelen los pies. Las noticias, las redes sociales, una vida, dos vidas, varios ojos, suenan bombas, el gas llega a la casa. ¿Soy la única en paro en mi trabajo? Suben las cifras.
“La última lágrima” de María Consuelo Gaitán, es una pieza fresca donde ella recupera una práctica cultural que conmueve e interpela: los novenarios y velorios que se celebran en algunos pueblos colombianos cuando alguien muere. Nos arranca una sonrisa con el ocurrente cierre que es también una apertura: Llego el momento de la misa en donde la gente se desea la paz, por un momento mientras realizaba el ritual con familiares que no veía hace mucho tiempo, vi a mi compañero [argentino] a lo lejos estrechándose la mano con todas las personas del lugar, y cuando me acerqué a escuchar, alcance a oír que les decía: mucho gusto, me llamo Nicolás…
Por último, leerán dos crónicas que abordan cada una desde miradas particulares la relación de nietas y abuelas, ese vínculo amoroso y cómplice, la mayoría de las veces. Ángela Lozada en “Espinas”, entrega una descripción detallada y llena de matices de su abuela, de los silencios que se instauran en las familias, del vínculo construido en el día a día, de las visitas esporádicas, de fotos que contienen recuerdos y de la extinción paulatina de una vida. “No me toque el guargüero”, me dice cuando la abrazo por detrás mientras está sentada cosiendo, pero es porque me enternece verle la piel que le cuelga de la garganta, suave y con olor dulce.
Para cerrar, Lina del Mar Moreno Tovar en “Los extremos de la existencia”, presenta una escritura limpia, directa, contundente y aterrizada en el cuerpo: dos cuerpos, en realidad, el de la abuela que muere, y el propio que da vida a una hija. Anuda su miedo o incluso rechazo a la maternidad con un linaje de mujeres que han sido negadas por el hecho de ser madres; que han renegado de su condición de género. Ahora soy yo quien aúlla de dolor, mientras mi hija se abre paso entre mis carnes para salir al mundo. Mientras deliro, totalmente sumida en el planeta parto, comprendo de repente que la maternidad no es frágil y delicada, sino salvaje, feroz, apasionada e intensa, justo lo que como mujer siempre he querido ser.
Auguro buenas lecturas y anticipo que este dossier será el primero de otros que saldrán de los talleres que oriento en Liebre lunar.
Trialidad
Por Françoise Nieto-Fong
Llegué a Los Ángeles sin planearlo, tras enamorarme perdidamente de un alto ejecutivo que en secreto aspiraba a ser cantante; la reencarnación de Bob Marley. A pesar de haber nacido en este país que me daba derecho al codiciado pasaporte azul de los Estados Unidos de América, no vivía aquí desde hacía 20 años. Me sentía extranjera, y sobre todo latinoamericana; ni siquiera latinx el nuevo término para referirse a las personas de raíces latinas nacidas en USA. Para mí siempre fue normal sentirme un poco diferente. Crecí en Colombia mirando la vida a través de mis ojos chinos. Sin embargo, nunca había considerado seriamente el tema de mi identidad.
Mi llegada a Los Ángeles, a diferencia de la de otros latinos, fue idílica, sin el más mínimo sufrimiento. Me esperaba una casa hermosa y luminosa sobre los Venice Canals, un barrio bohemio que, a medida que pasaba el tiempo, y que mi relación se desintegraba, se fue gentrificando hasta convertirse en un exclusivo barrio de lujo a la vuelta de la esquina del mar.
La casa arrendada, además de venir amoblada con muy buen gusto, contaba con los servicios de una guatemalteca de pelo corto, 50 años, 4 hijos, fuerte, diligente y discreta, o tal vez acostumbrada a ser la invisible señora de la limpieza.
—Holaaa… Holaaa…. —dije cerrando el garaje con el control remoto.
—Si, ¿quién es? —, se acercó una voz asustada.
— ¡Hola! ¿Qué tal? ¿Cómo se llama? — le dije pasándole una de las bolsas de mercado.
— Soy Graciela … ¡Ay pero la señora habla español! — Graciela me miró de reojo mientras reía incrédula o aliviada — Pe…pero yo la veo tan china… — Me recibió los paquetes — … pero habla perfecto, yo pensé que era …. Si como de Asia o por allá.
—Sí, mi mamá es china y mi papá es colombiano.
—¡Qué dicha Señora! ¡Nos podemos comunicar!
—¿Ya almorzó Graciela? Yo traje algo, pero se me estaba haciendo tarde.
— No tenga pena señora, yo traje— dijo apuntando a una bolsita plástica.
En estas casas grandes y americanas, las señoras de la limpieza traen una bolsita con una manzana, un yogurt y a veces unas tajadas de pan de molde que en algún momento de su labor consumen, pasando desapercibida la posibilidad del hambre o la sed.
Inaudito pensé. ¿Cómo va a limpiar la casa de 3 pisos, 5 cuartos, terraza, sala comedor y garaje… alimentada con una manzana? Así de almuerzo en almuerzo me enteré de los padecimientos que Graciela, como muchos, había pasado para entrar a este país cruzando por “el hueco” para poder encontrarse con su marido. Graciela era afortunada: se había ganado una de las 50,0000 residencias anuales que sortea el gobierno estadounidense en pro de la diversidad. El workers comp o seguro de riesgos profesionales de su marido, que ya no podía trabajar, complementaba su ingreso. Sus hijos, aunque aún hablaban español, ya no veían ni Univisión ni Telemundo, las cadenas hispanas; y el menor quería ser actor.
El arriendo de esa casa llegó a su fin y así mis almuerzos con Graciela. Cuál sería mi sorpresa cuando mi Bob Marley me pasó el mensaje del dueño de la casa:
«Estoy sorprendido de que me hayan entregado la casa en tan buen estado, la gente no cuida las cosas. Pero eso sí: dígale a su mujer que si cree que porque habla español se va a robar a mi empleada, que lo piense». Es cierto que Graciela y yo gozábamos de la complicidad que da relacionarse en un idioma con códigos culturales compartidos, pero el comentario me dejó atónita. «¡Qué falta de toda etiqueta sería hacer eso! ¡Además las personas no se roban!» Calor, frío. Calor, frío. No supe si el mensaje entregado me ardía como un ají o me caía como un balde de agua fría. Lo que se me vino a la mente fue No me digas beaner, Mr. Puñetero, te sacaré un susto por racista y culero. No me llames frijolero, pinche gringo puñetero, la canción Frijoleros de Molotov.
Esto ocurría una década antes de que el futuro presidente Trump dijera durante su campaña electoral que los mexicanos (léase latinos) que llegan a USA son criminales y violadores. «¿Hmm… los latinos somos ladrones …?» El comentario traicionaba el aparente liberalismo bohemio y sentido de lo políticamente correcto del dueño de la casa.
Nos mudamos a otra casa que tenía menos cuartos pero más jardín; con nuestros propios muebles y empleados. Así, llegó Patricia después de cruzar la frontera por Arizona, subir a Utah, y bajar por Nevada para entrar a California nadando, a pie, en bus y sin papeles. En su pueblo salvadoreño acosado por la Mara Salvatrucha, Patricia había sido enfermera.
Para terminar su día de trabajo, ahora como empleada doméstica, Patricia me ayudó a organizar la cena para unos invitados: un banquero birracial graduado de Princeton y su novia americana blanca. El aperitivo procedió con la cauta cordialidad de una evaluación social disfrazada, seguida por la cena y, finalmente, el postre. El banquero con una sonrisa impecable y fingida preguntó:
— ¿Y tú, como piensas hacer con los papeles?
— ¿Yo? Nací en Nueva York y allí hice la universidad.
La sonrisa impecable se desinflaba más rápido que el soufflé de Grand Marnier. Un corto silencio, una carraspera en la garganta, un brindis para cambiar de tema. Tal vez pensaron que venían a conocer la reencarnación de Gloria Delgado-Pritchett, la colombiana interpretada por Sofía Vergara que se casa con Jay en la exitosa serie de televisión norteamericana Modern Family. La pregunta me molestó por el prejuicio que encerraba. Yo me sentía igual a ellos, todos menos el alto ejecutivo, éramos gringos.
Las aspiraciones del alto ejecutivo de ser la reencarnación de Bob Marley no eran suficientes para acortar la brecha cultural con el mundo latino y poco a poco se me pasó la borrachera del amor hasta quedar completamente sobria y con la inminente necesidad de conseguir un trabajo para mantenerme sola. En ese proceso laboral comencé a cuestionarme si, en las entrevistas, sufría de la vulnerabilidad inconsciente o inferioridad adjudicada a las minorías frente al hombre blanco condescendiente. Me hacía más consciente de mi leve acento: a veces me sentía pequeña frente a esas camisas grandes, blancas y almidonadas, de ojos azules distantes. A veces también me sentía feroz; como cuando uno que había sido presidente de un gran estudio de Hollywood me preguntó si ser mujer me impediría hacer bien el trabajo de vendedora en América Latina. Intenté no rugir de más al responderle — “Las mujeres latinas y latinoamericanas estamos acostumbradas a trabajar y encima de eso a ocuparnos de todas las labores de administrar un hogar. Aún más, por si no lo sabe Cristina Kirchner y Michelle Bachelet fueron electas como presidentas en Argentina y Chile y no creo que ser mujer les haya impedido hacer su trabajo. Hollywood es igual o más machista que América Latina”.
Las repetidas entrevistas me producían más inseguridad que confianza. Sin alientos y corta de respiración me fui directamente donde el médico chino que me diagnosticó baja energía en el pulmón, congestionado el corazón y demasiado miedo en el riñón. El médico me aconsejó no saltarme el desayuno y me recetó unos asquerosos brebajes de hierbas medicinales chinas. Patricia, la empleada doméstica, que ahora nos turnábamos con el alto ejecutivo, también estaba pendiente de intentar sanarme el congestionado corazón trayéndome tamalitos de chipilín hechos por ella, pupusas, encurtidos y atole. Me alentaba diciéndome: «mírate, mira todo lo que eres y todo lo que sabes. Tú vas a estar bien, tú vas a estar bien. Además, él que va a perder tanta alegría y fiesta espontánea que le pusiste en su vida es él». A pesar de los brebajes y tamales, entre más escuchaba a Patricia más vacía e inútil me sentía. Pensé que una visita a Colombia para compartir con la familia, los amigos y los colegas, me remediaría.
Llegué a Bogotá; una ciudad que creía conocer pero en la que ahora estaba perdida, apuntando a nuevos sueños e imaginando los viejos. Entendí que mi nostalgia es una calle de doble vía; va y viene en dos direcciones. Los vendedores ambulantes animaban las calles ofreciendo frutas tropicales, libretas y chocolatinas. Cantantes en el Transmilenio, malabaristas en los semáforos, tragafuegos en las avenidas. Había extrañado todo ese caos pero ahora me hacía perder mi norte. Parrandas vallenatas, cafés sin planearlos, chocolate con queso derramado en el mantel que era de la abuelita. La brújula de mi identidad se desmagnetizaba y solo apuntaba hacia el desarraigo. Me comenzaron a hacer falta mis amigas de Los Ángeles, el silencio y los patos Pekín asados colgando en las ventanas del barrio chino. De camino al aeropuerto para tomar el vuelo de regreso escuché la pregunta del taxista: —¿Sumercé es colombiana? — Sonreí respondiendo — Sí — mientras la nostalgia se me acumulaba en los ojos.
De regreso en Los Ángeles, me esperaban mis amigas ‘argentino-ponesas, peru-ponesas’, chino-peruanas, otras hermafroditas culturales, sin las cuales no me hubiera podido reponer de la pérdida del Bob Marley. Era la primera vez en mi vida que tenía amigas que también habitaban dos mundos, dos culturas de lados opuestos de la tierra unidos por un cordón umbilical. Con ellas podía hablar de cómo se experimenta América del Sur a través de ojos rasgados y Estados Unidos como Latinas. Nos reíamos cuando los meseros, sobre todo los latinos, nos preguntaban repetidamente y con gran curiosidad: «¿¿Por qué hablan español??». La casualidad o el destino las había puesto en mi camino para hacer de esta ciudad otro hogar.
Mis amigas americanas me preguntan si siento miedo por el Asian hate (la reciente oleada de crimen contra las mujeres asiáticas). Yo lo pienso. La verdad olvido que es así como algunos me ven; no distingo claramente mis fronteras, dónde termino como china y comienzo como colombiana, dónde me vuelvo norteamericana. Crecí con un muro invisible que demarcaba la frontera entre lo chino y lo colombiano. Siempre pensé que, de china, aparte de los ojos no tenía sino el pelo negro y largo. Pero, cuando me tuve que operar por el estallido de un tendón de alquiles que me dejo de bruces en el campo de tenis, me di cuenta de que mi sangre sí era roja como la bandera de Mao. Mi seguro me remitió a un hospital que quedaba en el centro de Los Ángeles y era en su mayoría atendido por norteamericanos asiáticos — mi ortopedista y mi enfermera filipinos, el anestesiólogo tenía un apellido de una sílaba —. Esos ojos familiares, el trato dulce y un cuidado no distante me arroparon del pánico que me producen los hospitales. Seguramente, estando en algún otro hospital, las grandes, batas blancas de ojos azules me hubieran multiplicado el pánico. Las mismas amigas americanas que me preguntaban por el Asian hate se aterraban luego con la idea de haber estado en un hospital ubicado en un barrio no tan blanco, no tan noble.
En Los Ángeles, la distancia entre mis orillas se estrecha. Navego entre tres mundos como un todo y como una nada. Voy al mercado chino, como hacía con mi abuela, cuando la visitaba en las vacaciones y llenaba la maleta de ingredientes para que aguantaran todo el año de distancia. Soy de la raza, como se autodenominan los mexicanos, pero que incluye a todos los latinos. Y, finalmente, hay una parte de mí que es medio gringa.
Vivir aquí me ha hecho cuestionar asuntos como la identidad y el racismo. Recuerdo el día en el que la mujer del jardinero de la casa de los Venice Canals me preguntó: —¿Cómo le va en el trabajo, está hace mucho? —, vi que las raíces pueden ser un ancla, pero también un lastre. Yo dudé la respuesta:
— Bien, estoy aún trabajando en cosas que traía de antes.
Silencio. Más silencio. La esposa del jardinero me miró fijamente exclamando suplicante:
—¡Ay señora, perdóneme! Es que como la vi hablando español tan bien, yo pensé… yo pensé … que usted era la de la limpieza. ¡Perdóneme!
Me dolió pensar que en California, desde la percepción de algunos latinos, el hecho de hablar español limita la proyección de las posibilidades (o de la suerte) en la vida.
Me pregunto si esto lo escribo para encontrarme o para no olvidar quién soy. Tal vez los que nacemos con una mezcla de culturas podemos ser un puente entre ellas aunque a veces nos cueste entendernos y nos reconozcamos en lo que les falta o les sobra a otros.
Según el censo del 2019, la población del condado de Los Ángeles tiene 48% hispanos (incluye los que hablan poco o nada de español), 15% asiáticos, 20% blancos, 10% afroamericanos. Aquí encuentro panaderías asiáticas con avisos en español que dicen Se venden tamales; frecuento un restaurante Colombo-coreano (yo lo llamo Colreano) de un coreano que creció en Colombia, sirve bandeja paisa con galbi y me ofrece un aguardiente a la llegada; y aún tengo por probar un par de indimex donde sirven burritos rellenos de tikka masala. A pesar de esta diversidad, o tal vez por ella, los prejuicios permean nuestra sociedad a niveles muy profundos.
Mientras termino de escribir esto, el Sr. Kim repara la estufa. Es coreano pero habla ruso. Nació en la URSS, segunda generación y su coreano es muy limitado. Su esposa es coreo-ukraniana. Él se siente coreano, come comida coreana pero la acompaña con vodka. Tengo momentos en los que me siento como una ratoncita de laboratorio que no ha logrado encontrar la salida del laberinto de la identidad. Sé que no estoy sola. Aquí tengo amigos que han encontrado obstáculos por no ser lo suficientemente negros o lo suficientemente blancos. Me empodera sentir que yo puedo escoger qué tan china mostrarme, qué tan latina ser, qué tan americana. Puedo vivir mi trialidad a mi antojo y eso me da aire hasta el próximo encuentro que me haga preguntarme quién soy.
**Trialidad – un término inventado para multiplicar la dualidad y referirse a la existencia de tres en vez de dos fenómenos o caracteres diferentes en la misma persona o un mismo estado de las cosas.
Cuatro elementos
Por María Amador O.
- La nevera
Tenemos una relación compleja, mi nevera y yo. Cada vez son más frecuentes sus reclamos silenciosos por mi negligencia, por mi falta de atención. Siento el vacío helado en su interior. Me llega la esencia de la cebolla larga, ya babosa y casi descompuesta, que aguarda sola en el cajón. Observo las repisas llenas de salsas con los bordes pegotudos que ya ni recuerdo cuándo usé por última vez. Cierro la puerta con fuerza, escuchando el sonido del empaque al sellarse. No veo nada, no siento nada. Lo dejo para más tarde.
Al menos hoy no siento la culpabilidad que viene con los vegetales podridos, con el camino de vergüenza que debo recorrer desde mi puerta hasta el cuarto de basuras del edificio, con una bolsa llena que chorrea agua con olor a muerte. Recuerdo la vez en la que duré una semana entera pensando en una coliflor que poco a poco se marchitaba y que, aun así, no era capaz de sacar y comer.
“Lo ideal es cocinar la misma verdura para toda la semana”, me dijo una amiga, experta en las artes del fogón, cuando le pregunté cómo solucionar mi problema. ¿Y qué hago si no quiero comer lo mismo toda la semana? En mi mente alcancé a crear un emprendimiento para vender lechugas por hojas, berenjenas por rodajas y cubos de papaya para una o dos porciones. Vivir sola, comer sola. No es bueno para el bolsillo, no es bueno para el ambiente, no es bueno para no morir de aburrimiento. Hoy almorcé pasta por tercera vez en la semana. “¿Mamá puedo volver a congelar la salsa?”. Mando al menos un mensaje diario con preguntas de este calibre. “No, no puedes” me dice la pantalla, “o te la comes, o se pierde”.
Son ya casi siete meses desde que vivo sola. Por primera vez. Sí, a mis 36. Cualquiera diría que soy una niña mimada y no les faltaría razón. Visitar el supermercado, apenas un día después del trasteo, fue una experiencia terrorífica. Observaba los pasillos largos, inmensos, llenos de productos encantadores que probablemente mi salario no alcanzaría a pagar. Las luces blancas rebotaban en mi cabeza como si estuviera en el centro de un escenario. ¿Cuántos gramos son una porción de carne? Recordé aquella película de los dos mil en la que Diane Lane reiteradamente pide una sola pechuga de pollo cuando va de compras; como si mercar para uno fuera una vergüenza con la que se carga, una especie de letra escarlata que se interpone en el idílico mundo del arca de Noé. El mundo de parejas del que ya no hago parte. Me inundaron unas ganas incontrolables de comprar pan tajado, queso y nada más; de vivir para siempre de esta dieta fácil.
¿Pedir a un restaurante? Una voz en el fondo de mi cabeza me recuerda que luego de los 30 mi cuerpo entró en protesta y decidió pelear con algunos alimentos, sentir reflujo, cambios en el azúcar, poner al límite la tensión arterial ¡Mejor dicho! Decido comprar, más bien, una botella de vino blanco. Si he de morir de hambre, al menos moriré feliz.
Una mujer viviendo sola a mi edad parece lo más natural; libertad y autonomía. Es apenas lo lógico para una persona adulta, que tiene un trabajo estable y una familia amorosa. No para mí. Esta parece ser la gran aventura de mi vida. Algo que pensé que nunca tendría que hacer.
Prendo el computador y tecleo “clases de cocina para principiantes”. Soy capaz, soy capaz, me digo. Mando un par de correos, cuyas respuestas nunca reviso. Sigo resistiéndome. Sé que la cocina es la más difícil de mis tareas de mujer independiente. Mi mamá es una gran cocinera; R también. Encargo algunas cosas a domicilio, al menos para pasar la urgencia, y me olvido del tema.
Abro los gabinetes de la cocina. Está todo lleno de cocas, coquitas, cocotas. Vasos, vasitos, vasotes. Ollas sin estrenar. Cosas que uso poco, aunque me encante recibir visitas. “Pura cocina de mujer casada”, me dijeron dos amigas mientras me ayudaban a lavar y secar una a una las cosas que llevaban casi dos años guardadas en cajas de cartón, en el fondo de un cuartico húmedo en el garaje de mis papás. Ordeno por tamaño los platos de la vajilla que me regalaron de matrimonio. Aquella a la que le faltan la mitad de los platos, los que tienen dibujos de ciervos y conejos y que escogimos con tanto detalle e ilusión; los que están guardados en los gabinetes de otra cocina, en algún lugar desconocido de esta ciudad. Unos platos de mujer casada, para una mujer que se siente como una niña, que se siente sola y que se niega a cocinar.
- El anillo
Miro el anillo turquesa que contrasta con la piel blanca y rojiza de mis dedos. Muevo mi mano, la levanto, la pongo a contraluz para observarlo bien. Es un cuadrado de plata, con una franja de color en el medio. La piedra se ha ido quebrando y ya no logra cubrir toda la superficie. Me lo dio mi mamá hace muchos años; lo usaba en su adolescencia setentera.
Pienso en la cajita de tela azul oscura y peludita que reposa en el fondo de un cajón en una habitación en la que ya no habito. Una cajita donde pretenden vivir en el olvido una argolla de oro blanco que tiene grabados dos nombres y una fecha, y un anillo de filigrana de plata que R me regaló cuando me propuso que nos casáramos. Ese anillo encajaba a la perfección en mi dedo anular izquierdo, en mis gustos y en mi corazón. Así de bien me conocía. El día que decidí finalmente quitarme para siempre los anillos, mi mano se sentía tan desnuda que busqué rápidamente algo que pudiera reemplazarlos, que me ayudara a sentir que no me había quedado incompleta. “Símbolo de mi compromiso conmigo misma”, me dije mientras ponía el anillo de turquesa en mi dedo y en mi cara una sonrisa cargada de cursilería. En el fondo sabía que nada es tan sencillo.
Tuve también un anillo de diamantes. No me gustan los diamantes; no me gusta lo que representan, no me gusta lo que cuestan. Pero este era un diamante diferente, especial. Era un anillo enorme, casi grosero, que por poco y parecía la piedra del Titanic. El anillo de compromiso de la abuela de R, que había pasado a su mamá y que luego yo recibí pensando que sería para siempre. Lo usé solo dos días de los más de 2.000 que estuvo en mi poder. Fue lo primero que le devolví a R cuando me dijo que estaba cansado, que no quería intentarlo más. Una abuela que tuve prestada por años, que fue casi mía y que también tuve que regresar. Una abuela que murió hace poco y a la que no tuve la fortuna de despedir. “Ella te adoraba”, me dijo una voz al oído durante su funeral, mientras saludaba temerosa a una familia que ya no era la mía pero que me daba permiso, aún, de llorar a los suyos.
El anillo de turquesa lo uso cada vez menos, lo necesito cada vez menos. Me lo pongo a veces, cuando veo a mis padres que envejecen juntos y se aman un poco más cada año, cuando veo a mi hermano que nos muestra a su bebé recién nacido por video y que me hace preguntarme por qué funcionó para él y no para mí. A veces, solo a veces, necesito ponérmelo nuevamente.
La ansiedad sube a mi cerebro: las escenas de una vejez sola y solitaria inundan mi imaginación. “Qué lindo sería envejecer con mujeres cercanas” me dice otra amiga por teléfono, desde algún lugar distante en el mundo. Que lo acompañen a uno a hacerse la endoscopia, pienso… “sería ideal. Pero creo que aún no estamos listas para renunciar a la idea de vivir en pareja. No estamos listas para convertir a nuestras amigas en nuestra prioridad”, le respondo. Nos quedamos en silencio. Ojalá nos enseñaran a pensar que hay muchas formas de compañía. Coincidimos. Me pregunto si podría envejecer con ella. Quizás no.
En un ataque de tristeza, de rabia o de nostalgia, le digo a mis papás que no quiero envejecer sola. Se quedan mirándome con un amor inmenso y asustado. Les boto esa bomba como culpándolos de lo que me ha pasado. No saben qué decir. Cambian el tema. Me dicen que siempre estarán para mí. Lo más probable es que no, que no puedan. Que mi vida siga después de la de ellos.
“Son coletazos”, les digo unos días después, “dolores que aún quedan”. Divorciarse es atravesar una tormenta; una que arrasa con todo, revuelca el alma, destruye aquello que parecía haber sido construido con firmeza. Muchas veces me he imaginado como una mujer que recoge trocitos de madera desmembrada por la playa, tratando de descifrar qué podría volver a construir con ellos, si no estarán ya muy astillados para volverlos a utilizar. Recuerdo que cuando éramos novios soñé que R me confesaba que tenía un hijo que se llamaba Tsunami, qué paradoja.
Mi anillo turquesa navega por entre el pelo claro de D. Miro su espalda que se mueve al ritmo de su respiración. Le doy un beso en el hombro y siento su piel suave. Él sonríe en medio de sus sueños. El sol entra por la ventana y me calienta los pies, mientras yo me pregunto cómo diablos llegué aquí y quién es esta mujer soltera, divorciada, a mitad de sus treinta, que casi no reconozco.
- El espejo
¿Qué sería de una historia como estas sin un espejo? De tanto mirarme mi imagen empieza a desdibujarse. Me fijo en las líneas moradas y verduscas que enmarcan mis ojos. Siempre han estado allí pero ahora las veo con más claridad. “Hoy te ves como cansada, ¿estás bien?”. No falla. Oigo la misma frase cada vez que me resisto a maquillarme. Por suerte aún no tengo muchas canas.
Últimamente me he ido volviendo consumidora asidua de las recetas milagrosas que prometen mejorar la piel, evitar las arrugas y disimular la resequedad. El yoga facial, el rollito de cuarzo rosado, el aceite de rosa mosqueta. Todo está bien ordenado y apilado en el cajón del baño. Me niego a quedarme calva o a dejar que me crezca la papada. Pero tampoco hago mucho más que gastar plata inútilmente.
Noto la grasa que sobresale por debajo de mi ombligo y a los lados de mi cintura. Más de 12 años de Pilates y aún así es inevitable. Más de 12 años con R: mis dos amores comenzaron al tiempo. Me pregunto si mi versión más joven y firme se quedó resguardada en un pasado del que no podré rescatarla jamás. Me pregunto si R es consciente de que se quedó con los mejores años de mi cuerpo; quizás no con los de mi mente y mi alma. Miro las estrías y la celulitis que cubren mi piel. Recorro con los dedos las venas que decoran mis piernas cual papel de colgadura. Me siento cómoda. Camino, doy la vuelta, suelto la respiración para dejar que mis carnes se liberen de la tensión y se muestren naturales ante el espejo. Les clavo los dedos como si fueran masmelos.
Estaba acostumbrada a mostrarle a R mi cuerpo desnudo: sin complejos, sin remordimientos. En los últimos años él ya no lo miraba. Habría podido renunciar a la ropa para siempre y él no lo habría notado. Y, entonces, me pregunto por primera vez si mi cuerpo aún será atractivo para alguien. Si deberé esconder mi desnudez para disimular todos aquellos defectos que yo conozco tan bien y que poco me molestan.
Mis muslos se han ido engrosando con los años. “Usted tiene piernas de negra” me dijo una vendedora mientras me derretía lentamente por las calles calurosas de Palenque, en un intento tardío de encontrar mi versión más aventurera, y de impresionar a D con mi estilo “casual y descomplicado”. Él nunca se creyó el cuento. Pasamos la noche en un cuarto tenebroso, cubierto por sábanas de higiene dudosa, un ventilador sonoro y lleno de polvo, una manguera que hacía las veces de ducha, mientras los borrachos cantaban en la plaza al amanecer.
Me siento como una ternera recién nacida que está aprendiendo a caminar. Las artes de la conquista y la seducción se han vuelto desconocidas para mí, si es que alguna vez me fueron cercanas. Me abruman las historias de D: sus experiencias, sus aventuras. Mis parejas se cuentan con los dedos de la mano, de una mano, de menos de una mano. Las de D no podría contarlas ni sumando los dedos de los pies. Y me preocupa que me vea insegura, sin experiencia, que se aburra de mí. Pero no se aburre, se queda. Me pregunto si lo he ido domesticando, porque al fin y al cabo tengo experiencia en relaciones serias; en quedarme, en permanecer, en insistir. Quizás más de lo debido.
Pienso en el cuerpo alto, delgado, firme de D. Pienso que no puedo echarme a las petacas, que necesito volver al ejercicio, bajar un poco de peso, dejar el croissant de almendras con chocolate, para siempre. Que debo verme guapa en nuestro próximo encuentro. Y mientras pienso en esto, me voy acomodando en el sofá, enrollada en una cobija, con un buen libro en las manos, y un café caliente y aromático en la mesa.
- La planta
Por décima vez juro que ahora si empezaré a meditar todos los días. Sé que me hace bien. Sé que me daría tranquilidad, que ayudaría a traer paz a mi mente, que con suerte me traería ideas sobre mi futuro.
Llevo ya varios años peleando con esta idea idílica de descifrar “mi propósito”; ese mantra con el que viven los millenials y cada vez más personas de mi generación. Encuentro a mi alrededor montones de personas obsesionadas con encontrar una pasión, superar sus miedos y atreverse a cumplir sus sueños. Los noto engolosinados, y quizás frustrados, con una idea de felicidad permanente que a veces parece elusiva. Por un buen tiempo traté este discurso con un poco de sarcasmo; en el fondo no sabía cómo explicarle a los demás que, en realidad, me sentía más perdida que la mamá de José Miel.
R era, como diría una amiga más, mi plan A. Por muchos años pensé que mi vida con él debía ser mi prioridad, que todo lo demás podría ser secundario. Mi proyecto era envejecer en pareja, conocer el mundo, quizás tener hijos, quizás no. Tomar decisiones arriesgadas parecía más fácil porque no estaba sola: vivir en otro país, renunciar a un trabajo sin tener otro. “Amarte es una de las pocas certezas de mi vida”, le dije durante la boda. Nada más incierto que las certezas. ¿Y ahora?
Cuando me fui del apartamento que compartíamos dudé si llevar conmigo las plantas. La ruptura no era definitiva aún, pensamos que podría ser temporal, un paso necesario para recomponernos. Sabía que R no las cuidaría. Sabía que si me las llevaba mi ausencia se haría más visible. Las empaqué en el carro, el que me prestaron mis papás para meter las tres maletas en las que cupo toda mi vida. 10 suculentas y tres maletas. También un anturio que florece todos los años.
Luego de una larga estadía donde mis padres, prolongada por una pandemia, el anturio fue lo primero que llevé a mi nueva casa. Había sobrevivido conmigo; yo podría sobrevivir con él. Mi anturio y yo, solos en un apartamento frío. “Quizás tu proyecto ahora no es otro que ser tu propio centro, no tus padres, no R….”, me dijo mi psicóloga. Sencillo y brillante. Vivir sola es suficiente, gracias. ¿Quién dijo que, para estar bien, necesito abrir una pastelería, ser profesora de yoga o dejar mi vida para irme a meditar al Tibet?
Empieza a anochecer. Vienen a mí mente la nevera vacía, el anillo que reposa en mi mesa de noche, el espejo que refleja mis ojos cansados, el anturio que sobrevive a pesar de todo. Veo las caras de cada una de mis amigas: 2, 5, 10, 20. De algunos amigos también. Repaso en la memoria las conversaciones que me han mantenido a flote. Miro el desorden que he ido esparciendo por las habitaciones, sin que nadie me haga reclamos. Las cosas inútiles que llenan los cajones que nadie más necesita. Negocio conmigo misma. Me prometo que lo arreglaré pronto.
Prendo una vela. Me acuesto en el piso y siento el frío que recorre mi espalda. Pongo la cabeza contra el ventanal de la sala y alcanzo a ver una que otra estrella. Pienso que no he limpiado el polvo del techo y que podría caerme en los ojos. Cuento el paso de los minutos en otra tarde de domingo que se va terminando en medio de un silencio que cada vez me agobia menos.
Veo cómo la pared de mi sala se llena con la sombra de los árboles de la calle. Las siluetas se mueven al compás de la llama encendida: se agrandan, se achican. Me hacen pensar en las presencias nocturnas que asustan a los niños, atrapados en su propia imaginación. ¿Cómo se verán mis monstruos? Pienso en una mujer esbelta, parecida a Cruella de Vil, sentada en un sofá de brazos redondos, tomando Gin and Tonic mientras suelta una carcajada macabra. Me río yo también. Los monstruos no existen, ni los de los niños ni los míos. Aunque me cueste creerlo, estoy sola y estoy a salvo.
Abrazar el ciempiés
Por Silvia Buitrago Guzmán
Es como si todo en lo que uno creyera se viniera abajo, como si a uno le dijeran: ese piso que usted está pisando ya no es piso, es agua. Entonces uno tiene que aprender a hacer todo de nuevo y lo más raro es que a uno le toca solo porque el resto, el mundo, o ya lo sabe hacer, o no entiende lo que uno tiene que aprender, o sigue viendo piso donde uno ya no lo ve.
El cuerpo avisa, un ciempiés subiendo por la espalda, primero como un cosquilleo irritante que, a medida que va trepando, va creciendo, va agarrando fuerza hasta cubrirme como una manta de uñas, de espinas, de puntillitas y si llega a la nuca tendrá el control, será dueño del territorio. Mientras sube todo se torna más agresivo, como si su propósito en este mundo fuera violentarme: los sonidos, la luz, la misma temperatura del ambiente, todo confabulado para que me sienta cada vez más miserable y frágil. Entonces cualquier tarea por sencilla que sea es una odisea, es una lucha, levantarme de la cama, despertar a mi hija, darle de comer a mis perritas y debo repetirme: “una cosa a la vez, nada más, solo salga de la cama y ahí miramos que hacemos”, “está bien, está bien pensar así”, ese es mi mantra, con el que trato de convencerme de que entre menos me resista, mejor. “Las peleas con la mente siempre se pierden”, recuerdo las palabras de mi psiquiatra.
Pensar raro, aceptar que yo pienso raro, que las imágenes e impulsos no serán del todo comprendidos si los comparto y que a veces es mejor callarme, para no asustar, para evitar el cruce de miradas entre los escuchas o las sonrisas condescendientes que esconden el terror genuino de tener lo que yo tengo, a pensar raro como yo pienso. Pero ¿qué es no pensar raro?, ¿todo en positivo? Si lo quieres ¿lo lograrás? ¿El cielo es el límite? Me gustaría decir: pa la mierda, prefiero pensar raro, pero no, de verdad me gustaría pensar así y creérmelo.
Tenía 20 años y no sabía explicar bien qué era lo que me pasaba, sentía una bola de angustia que iba subiéndome por el estómago, un agobio que no paraba y muchas, muchas ganas de llorar. Ingresé a urgencias psiquiátricas de la clínica San Pedro Claver, hoy Hospital Universitario Mederi. Diagnóstico: Transtorno Obsesivo Compulsivo. Creo que se venía cocinando desde mi adolescencia, pero solo fue hasta ese momento donde todo se conjugó. Obsesiva pura o atormentadora, ese es mi tipo de TOC, es difícil de ponerlo en palabras y a veces cuando lo logro suena muy tonto, algo que se resolvería con un “deja de pensar en eso” o “piensa en otra cosa”: se me vienen a la cabeza pensamientos violentos, negativos, absolutos, catastróficos y se incrustan, se instalan, no se quieren ir.
Tuve suerte, escucho historias de amigos y conocidos sobre sus incesantes búsquedas, y encontrar un buen psiquiatra, con el que uno logre conectar, es una lotería. Una ex compañera del colegio me decía que era cómo encontrar un buen marido. Si bien en el momento me pareció exagerada su comparación, ahora estoy de acuerdo.
Al comienzo le eché la culpa a mis papás, como era de esperarse, por permitir que yo creciera en un ambiente de silencios, de monosílabos tensionantes, de gestos muy violentos sin que llegaran a la agresión física y finalmente, cuando ya no había de otra, por manejar tan mal la separación, poniéndonos en el medio a mis 2 hermanas y a mí, especialmente a mí, en la mitad de ese centro, intentando tener contentos a todos, a costa de lo que fuera. Ahora con más años encima lo veo diferente, son humanos, hicieron lo que podían, con lo que tenían, no hay maldad allí. Entonces, ¿Por qué no me siento mejor? Le pregunto a mi papá si recuerda cuando aún no se había separado y pasaban días, semanas sin que él y mamá se hablaran, se miraran siquiera, de esos actos violentos que tanto me asustaban, me dejaban fría, y él no lo recordaba, lo había borrado o por lo menos eso dijo. Con mi mamá fue diferente: llanto, disculpas, mucho no sabía qué hacer, me sentía atrapada. Nos abrazamos, lo entiendo mami, tranquila. ¿Por qué no me siento mejor?, ¿por qué esto no se me quita?
Justo en este momento es difícil escribir sobre esto, porque siento que estoy cayendo en un momento “complicado”, “cansoncito”, y todo ese tipo de eufemismos que, en realidad, lo que quieren decir es que me siento miserable y que lo único que me va a calmar es esa certeza, esa seguridad de que es solo un pensamiento, que es uno en un millón y que el hecho de pensarlo no lo convierte en realidad, en sentencia. Pero cuando la alcanzo, se va rápidamente, se me escurre y me toma más tiempo repetirme los argumentos, las razones, convencerme. Querer entenderlo todo, el porqué de todo, eso me dará paz. ¿Y si no?, ¿y si después de alcanzarla, aparece otra duda? Ahora el ciempiés se pasa a mi estómago y las ganas de ir al baño aparecen inmediatamente.
Hay una escena en Las Horas de Stephen Daldry que me encanta pero que le tengo terror: ella llega a recoger a su amigo para que vayan juntos a un homenaje que le van a hacer por su obra, él es un poeta, él está en otro lado, ella le proyecta a futuro todas las cosas buenas que van a pasar, que van a vivir, pero no en el presente, en el futuro, el juego es evidente, ella quiere convencerlo. Él la mira y le pregunta y ¿qué hago con las horas? Con las horas mientras eso sucede. Así me siento yo: me prometo que voy a estar bien, en equilibrio, viviendo el ahora, pero y ¿qué hago mientras eso llega? Pienso en escribirle una carta a Juan, despidiéndome, ya no más, no aguanto más; Las Horas nuevamente, Virginia despidiéndose de su esposo, no me da miedo el pensamiento, es un inquilino frecuente de mi cabeza, respiro profundo, debería meditar, a ver si la cosa mejora, a veces funciona.
Una vez bromeando con una amiga entrañable dijimos que debíamos nombrar a nuestros trolls internos, por supuesto pensé en el ciempiés y pensé en Mandíbula, un personaje del programa de la familia colombiana Sábados felices, le tenía pavor de pequeña. Googleemos: el actor se llama Marcelino Rodríguez, listo, el ciempiés/troll se llamará Marcelino.
Ahora leo con mi hija el cuento “El malestar de conejo” que cuenta la historia de un conejo que amanece con un malestar que se le mete en todas las actividades y no lo deja estar tranquilo. Yo soy ese conejo, con ese malestar-ciempiés-troll-Marcelino que lo acompaña, que convive con él, que no le deja hacer lo que quiere, vivir la vida que quiere, un malestar que debe abrazar para poder seguir.
Un pedacito de un poema de Pessoa me llega de repente:
El mundo no se ha hecho para que pensemos en él
(pensar es estar enfermo de los ojos),
sino para que lo miremos y estemos de acuerdo
Hacia allá remo día a día.
Crónica urgente
Por Martha Judith Noguera
Desde que comenzó todo esto yo he tomado una actitud tranquila. Al principio incluso sospeché de la veracidad de lo que estaba sucediendo; me escribía con amigos que viven en Europa y todos coincidían en que los medios exageraban las cifras. Nunca pensé que se tratara de una conspiración o de un nuevo orden mundial, ni siquiera estoy segura de comprender qué significa eso. Solo me sentía como una observadora, a veces me resultaban exageradas las medidas que tomaron en países como Colombia, y de las que me enteraba por las voces de mi familia que, conforme iban pasando los días, se escuchaban más cansadas y aburridas. No comprendía el miedo que expresaban las personas a través de redes sociales.
A mí la pandemia mundial me encontró en México, en un departamento que también era pastelería, viviendo con una mujer menor que yo, cristiana y cocinera profesional. Venía a trabajar todos los días con ella un hombre de la comunidad indígena totonaca de una de las sierras de México, además era taquero y ayudante/aprendiz en pastelería. Como el trabajo con los pasteles había mermado ocupábamos el tiempo en juegos de mesa y cocinando.
Ahora que lo pienso, fueron semanas fantásticas, el encierro y confinamiento no pasaron duramente por mi cuerpo como había creído, extrañaba las actividades culturales y la asistencia presencial a los seminarios y diplomados que había inscrito, y que eran la razón de mi estancia en este país, pero como la ciudad no cerró del todo podía salir a pasear en bicicleta por la Ciudad de México. La urbe famosa por su tráfico y contaminación estaba prácticamente vacía. Así, los primeros meses dividía mi tiempo en el trabajo con la tesis, los paseos ciclísticos y los ratos de juegos y comida con mis nuevos compañeros de casa. Cuando comprendí que la virtualidad se iba a quedar más tiempo del que había imaginado me cambié de ciudad, y llegué a San Cristóbal de las Casas al sur de este país mágico y musical.
***
A Colombia llegué cuando ya estaba desconfinada la ciudad donde vivo, encontré en alquiler una casa con cuatro personas que, por fortuna, me hacen reír mucho y cocinan delicioso. Llegué con ganas de encontrarme con los amigos, pero el miedo los seguía teniendo presos y confinados. Me sentí sola. Las vidas de cada quien continuaron y los afectos que creí intactos se veían alterados por algo más que la distancia, por algo que aún no somos capaces de nombrar. El grupo de danzas Sarao fue como un bálsamo. La pandemia no es solo un virus que se propaga, es un estado emocional que nos aísla y nos hace desconfiar. Mi decisión ha sido conservar la calma y, a pesar de no ser dada al contacto físico, saludar de abrazo a quien lo permita. Me emociono con cada encuentro.
Han sido semanas extrañas, cada vez tengo más noticias de personas cercanas que se han contagiado, incluso que han muerto. Yo misma he hecho tres veces las pruebas PCR, no por miedo, más bien por protocolo para que las personas con las que vivo se sientan tranquilas, para poder visitar a mi mamá. He intentado regresar a la vida que tenía antes, inclusive antes de la pandemia, antes de irme del país, he vuelto a las clases de danzas, he ido al teatro, incluso un día fui a una discoteca a bailar salsa. La tensión se acerca, me circunda, y no puedo hacer nada más que respirar e intentar mantener la calma.
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Salgo a marchar, me siento en una fiesta. Marcho bailando, vuelvo a marchar, me quemo el cuello, sigo marchando, me mojo, me duelen los pies. Las noticias, las redes sociales, una vida, dos vidas, varios ojos, suenan bombas, el gas llega a la casa. ¿Soy la única en paro en mi trabajo? Suben las cifras. La transmisión en vivo me alteró ¿Qué mierdas pasa? Mi sobrino sale, tienen una olla comunitaria con sus amigos, no llega, no dormimos, llega al medio día. Estamos al borde. Que se cuide, que no salga de noche que esté diciendo a donde se queda, que no publique videos, que no de papaya, que no de tanta boleta, que use el tapabocas. Mi mamá prende velas. Colapso…. Busco pasajes, huyo.
Me fui al mar, en los pueblos que visité hablan de esta situación en pasado, “por los días de la pandemia” o “cuando hubo covid 19”. Y me sorprende la capacidad que tienen las comunidades de superar las crisis. Yo soy un animalito que se acomoda a las geografías y al son que me toquen bailo, así que fue una semana de completa calma. Mi mamá, a lo mejor por su origen campesino, tiene esta habilidad de hacer de cuenta que no ha pasado nada, o que ya pasó, o que no es tan grave, siempre hay cosas peores y es ella la que, a pesar de ser la más vulnerable en la familia por su condición médica, ha tomado todo esto con mucha calma. No quiso vacunarse y ha llevado una vida normal dentro de lo posible. En cuanto abrieron la ciudad es ella quien sale y se ocupa de sus asuntos, se enoja cuando le recuerdo que debe cuidarse. Hay una idea en las personas jóvenes de tratar como discapacitados a las personas adultas, yo me desmarco de eso. Reconozco a mi mamá como una mujer adulta capaz de tomar sus propias decisiones y me he propuesto no presionarla para que haga lo que yo considero es lo correcto.
***
He llegado del mar y todavía tengo el ritmo del oleaje agreste del mar golpeando las rocas del norte de Colombia en mis oídos, el olor a tierra caliente húmeda y a mango de azúcar, los ojos llenos de un verde espeso que bordea las rocas por donde se desliza el agua dulce que baja de la sierra. Todavía las picaduras de los mosquitos me causan comezón, todavía la sensación de que la horrible noche, ya son más de 365 noches, ha pasado, me habita y respiro sin miedo.
Voy a visitar a mi mamá, la encuentro triste y todo a su alrededor. ¿Qué tiene madre?, le pregunto. Nada, nada, responde, pero su mirada apunta hacia el suelo, apenas prueba la comida. Tengo un nudo en la garganta, algo no está bien. Mi sobrino perdió el gusto la semana pasada, él vive con ella, les sugiero que tomen medidas extremas, pero es como si vivieran en el país de los súper poderes y crean que este virus no nos va a tocar. Desde que llegué al país no he besado ni abrazado a mi madre con potencia, quiero protegerla, mi sobrino llega y la besa, yo me enojo pero me callo. Madre ¿cómo se siente?, le pregunto, bien, bien, responde. Madre si siente algún síntoma nos dice, ya estoy cansada con ese cuento, murmura.
A mi madre le duele la cabeza, dice que es el oído que cree que tiene un animal dentro. Hablamos con mis hermanos, tienen que hacerse la prueba covid. Ella se niega alegando que es el oído, pide cita en la EPS, no hay agenda. A mi madre le empieza a dar fiebre. Toca que se haga la prueba, reportamos en la EPS, dicen que van a llamar para programar la prueba, nunca llaman. A mi madre no se le quita el dolor de cabeza. Tengo un bicho que me come por dentro, se queja. A mi madre se le desploma la saturación. Accede a hacerse la prueba, pero no alcanzamos ficha para las gratuitas de la ciudad.
Me muero de la rabia con mi sobrino pero no digo nada, tengo un nudo en la garganta y el mico se instala en mi hombro izquierdo, me regresa el dolor de estómago. Les escribo a dos amigas que tienen hermanas médicas. Tienen que llevarla al hospital, opinan las dos. Eso es covid opina mi hermana, la mamá de mi sobrino quien vive con ella. Lo dudamos, el covid no produce dolor de oído, busco información en internet. Mi hermana madruga y alcanzamos ficha, se hacen la prueba todos los que viven en la casa excepto mi sobrino, mi rabia crece.
A mi mamá no le baja la fiebre, no le sube la saturación y la tensión ha empezado a subir. Le aplicamos ungüentos, hervimos sauco, eucalipto, tomillo y romero. Tenemos un conocimiento que no sabíamos que estaba allí. Las vecinas también aportan sus saberes. Preparo un jarabe para subir las defensas, como si en esa mezcla de ingredientes pudiera retener la vida. Medito, respiro y tengo en el cuerpo una sensación que se ubica en la médula, es un deseo profundo porque esta situación pase y mi mamá siga viva.
Llamamos la ambulancia, el oxímetro marca 76, la tensión se eleva y nuestra tensión también. A mí no me van a llevar a ningún lado, alega mi mamá, la ambulancia no va. Mi hermana pone un mensaje en el grupo de whatsapp, está llorando. “Dígame qué hacer con esta hijueputa mierda”. Mis nervios se desploman y lloro, rápidamente me seco las lágrimas. Buscamos oxígeno por toda la ciudad, nos sugieren inyectarla, encontramos el medicamento pero no hay nadie que lo aplique, hago chistes. Si Tokio pudo operar a corazón abierto a Nairobi siguiendo instrucciones desde un teléfono usted puede aplicar una inyección intramuscular con un tutorial en Youtube, no se ríen, no entienden mi chiste, no se han visto la serie de Netflix Casa de papel. Las amigas médicas son generosas con información, insisten en llevarla al hospital. No queremos pasar por encima de la voluntad de mi madre.
Es fin de semana con festivo y no hay oxígeno en toda la ciudad, todo esto es una mierda, es una real mierda. No quiero hablar con nadie. No llegan los resultados de la prueba, la inyección parece hacer efecto, vuelve la calma, mi mamá sostiene la saturación en 83 / 85, no llegan los resultados de la prueba, la fiebre ha bajado, el dolor también. Tenemos que darle antibiótico, asegura mi hermana, eso es covid. No llegan los resultados de la prueba. Pagamos una cita en la clínica del oído, no es infección, señalan los especialistas, pagamos una tomografía en la cabeza, parece que todo está normal, seguimos desplegando las brujas que teníamos olvidadas y hacemos cuanto menjurje se nos ocurre o nos dicen. Mi hermana mayor contesta a los mensajes “Ay Dios” y yo me enojo con ese Dios. Me duele el cuerpo.
Amanecí con dolor de garganta, alerto en mi casa, todos con tapabocas, llamo a mi EPS me dan cita dos días después para que el médico autorice la prueba. Me olvido de mí. Finalmente encontramos oxígeno. A mi mamá le han enviado gimnasia respiratoria. En los hospitales no hay camas ni oxígeno para todos, entonces las enfermeras enseñan técnica de respiración para fortalecer los bronquios. Mi mamá hace los ejercicios, la saturación sube a 88 y se mantiene, duerme casi sentada para permanecer estable.
Llega la noche, sube la fiebre baja la saturación. Es como si el cuerpo en la noche se relajara y se entregara a los males. Nuevamente prendemos alarmas, me quedo dormida… Tengo que trabajar a las 6 am. Leo en el celular, mi mamá estuvo toda la noche con oxígeno, el nudo en la garganta se incrementa, el mico ya es un orangután, no me concentro en la clase. Llegan las pruebas, positivo para Covid. Hablo con mi mamá por teléfono. ¿Cómo se siente?, le pregunto, hasta mejor que sea covid, dice un poco agitada, así dejan de joder con el cuento de la vacuna. Pongo mi mejor voz, le agradezco a mi hermana. Solo podemos confiar en el cuerpo, en lo que puede un cuerpo de 69 años con dos infartos encima, con un diagnóstico de osteoporosis e hipertenso.
Emocionalmente estamos cansados. ¿Qué es esto que nos produce angustia? ¿La muerte? Solo deseo que esto pasé. Besar a mi madre y abrazarla y decirle que admiro su valentía y su cuerpo resistente. El otro día le pregunté qué pensaba ella de la muerte y me contesto que de eso no se ocupaba, que se ocuparía de ella cuando llegara.
La puta vida es un chiste. Nos sorprende, nos molesta y nos incomoda. Mientras lidiamos con el covid, le hacemos el aguante en la casa, llegan los resultados de una biopsia que mi madre se hizo unas semanas atrás. Un día al vestirse mi hermana le ve una bola debajo de la axila y le pregunta, ¿qué es eso? La miran, la toca la examinan con curiosidad. Pide cita, le ordenan una ecografía y de la ecografía, una biopsia. Es un chiste la vida, en medio de su crisis con el covid tenemos que contarle que es un cáncer, un cáncer. Yo no le tengo miedo al covid me dijo esa mañana, le tengo miedo a los resultados del examen. Llamaron de la clínica que fuera por los resultados y me dieron cita esta semana, eso no deben ser buenas noticias, y sí, el sistema de salud en este país no suele hacer eso, ella tiene mucha experiencia tratando con call centers que siempre le dicen que no hay agenda. Y que la llamen para darle una, algo huele mal, dice.
Su mamá murió de cáncer después de un padecimiento largo y doloroso, la casa después de muerta aun olía a los líquidos putrefactos que iba dejando por donde pasaba, fue una muerte retardada. Varios años en la cama soportando dolores inimaginables, al morir descansamos todos. Dos de sus hermanas han sido diagnosticadas con cáncer y ha visto por lo que han tenido que pasar, desde la pérdida de cabello hasta la amputación de los senos. La burocracia les ha quitado la poca energía que les deja el tratamiento y sus estados de ánimo por el suelo. Todo esto ha servido para que ella le tenga miedo y es un miedo legítimo, pienso.
En un chiste la vida; debemos contarle. De vez en cuando regreso a mí, me tiemblan las piernas la garganta se ha cerrado, lloró, pero se me pasa rápido, he llamado a dos amigas, sé que tengo que tramitar esto, que el cuerpo se reciente, ya duele. Me arrepiento de contarlo, se me olvida que lo he dicho. Regreso a mis hermanos. No discutimos, les escribo que tenemos que estar unidos y acompañarla amorosamente.
Si ha de padecer un cáncer prefiero que la mate el covid, esta idea aparece, me atraviesa y me clava el corazón, me duele, soy cruel, mala, egoísta y mezquina, ¿Cómo puedo preferir la muerte? Pero la idea regresa y le doy vueltas, la manoseo. Los resultados de la biopsia indican que el cáncer de su mamá es agresivo, que es del tipo que se ramifica y no se sabe en qué estado está, deben empezar a hacer los exámenes que ahí se recomiendan cuanto antes, ¡y ella con covid! Es mejor que no le den esa noticia ahora y esperen a que se mejore, dice el médico particular. Déjeme el examen y dígale a su mamá que lo dejó para que yo pueda consultar con colegas especialistas, ocultar información no es mentir.
Y si la mata el covid y no se la come un cáncer y si se va con su cuerpo intacto con carne en los huesos, con pelo en la cabeza con la dignidad de que nadie le limpió el culo. Soy fatalista he visto cómo un ser humano se transforma gracias a esa enfermedad. Gracias a esa enfermedad, ¿por qué habría que agradecer? Enfermedad enseñanza. Enfermedad rabia. Enfermedad contenida. Enfermedad que no se cura, que maltrata. Maldita enfermedad.
Mi madre no habla, llora, presiente que no es algo bueno, tienen un rulo en la cabeza estamos en video llamada, por fortuna, si estuviera ahí me iría en llanto porque detrás del teléfono imposto la voz finjo estar fuerte, pero tengo miedo. Mi hermana nos dice: el doctor Arce recomienda hacer los exámenes y esperar a los resultados, ella tiembla, mi hermano está con ellas, llegué y la encontré estresada, llorando, a ella se le olvidó el covid, dice, y nos reímos, puedo notar cómo todos estamos cagados del susto y acudimos a la risa para bajar la tensión, puedo sentir el miedo de mi ma, las manos juntas en medio de las rodillas, se balancea hacia adelante y hacia atrás. Ya son ocho días desde que se agravó, de esta sale mami, le decimos, pero ella no tiene miedo del covid.
¿Qué pasará por su cuerpo ahora, por sus células, que información le llevan las emociones a su cerebro? China, usted debería estudiar enfermería, le sugiero a mi hermana, la que está con ella, solo le hace falta la teoría porque con mi mami está haciendo la práctica, mire hasta inyecciones pone. No dejen sola a mi mami. Nos despedimos y colgamos, le hemos dicho sin decirle, todos sabemos que ella sabe. El silencio a veces viene para cuidarnos.
La última lágrima
Por María Consuelo Gaitán Clavijo
Dales, Señor, descanso eterno, y brille para ellos la luz perpetua… Descanse en paz. Amén.
La primera vez que tuve conciencia de la muerte, fue con mi abuela (realmente bisabuela paterna), fue ese debut con la despedida mortuoria, el que edificó una extraña fascinación. Llegamos a su casa, estaba en la habitación, en su cama. Las personas se saludaban, se abrazaban, lloraban. Mi tía Agustina dijo que, por más que le había cepillado los pies, no la habían podido revivir. No sé qué significa esta práctica, y no fui consciente de lo grabada que la tenía, pero por lo menos 20 años después, cuando vivía en Argentina, una tarde de sábado cuando la madre de la mujer de la casa donde vivía se desgonzó en la mitad de la cocina, y ella empezó a gritar: ¡mi mamá se muere!, corrí por un cepillo de embolar zapatos, le quité las medias y empecé a cepillarle los pies. La señora abrió los ojos, sonrió. Todos me miraban asombrados, nunca pude explicar el porqué de mi acción. Todo terminó en carcajadas. Aun no sé si el cepillado de pies fue lo que la trajo de nuevo a la vida.
La siguiente escena, es mi abuela en el cajón, el pelo blanco, un vestido negro, las manos entrecruzadas. El cajón en la mitad de lo que fungía como sala, ese salón que conecta a los dos patios, el de la entrada principal, que tiene el árbol de tamarindo donde ella pasaba horas sentada con su lora al hombro vaciando termos de café, con el otro patio, un solar grande, a la derecha una especie de granja, con piso de tierra, cercada por guadua, donde están los animales, gallinas, tortugas y creo, por temporadas, patos. A la izquierda está la cocina, ese salón que siempre permanecía cerrado. Al frente de la cocina, del otro lado, el baño conectado con la alberca, de la que se sacaba el agua para bañarse con totuma. Al fondo el horno de barro, unos árboles frutales, uno de anón, un limonero, otro de ciruelas, de esas amarillas o naranjas, ciruela de tierra caliente; siempre regresaba de vacaciones con un tarro de galletas rojo lleno de esas ciruelas y no podía parar de comerlas hasta que me dolía la barriga. Ese patio conecta con otras dos casas: las de mi tía Agustina y tía Pastora, dos de las hijas de mi abuela. La que ahora está en el cajón.
De nuevo estamos en el patio, ya no es el velorio, sino el novenario. Mi tía está en los preparativos de lo que será la novena noche. Es la última, y siempre se debe dar una buena comida. Mi tía conversa con mi papá, estoy al lado, me hago la que juego, pero realmente estoy muy atenta a lo que hablan. Mi tía le dice a mi papá que mi abuela, justo dos días antes de morir, le había dicho que dejaba las gallinas bien gorditas para que el día de su novenario, nadie pasará hambre y se repartieran tamales. Ahora me pregunto, yo qué comería. Nunca me han gustado los tamales.
La segunda muerte que recuerdo es la de mi abuelo materno, él estaba muy enfermo de un cáncer. Recibimos una llamada, mi mamá lloraba. Inmediatamente emprendimos el viaje para Honda. Llegamos a la casa de mis abuelos, era de noche, había gente en la calle, sillas, en la sala estaba el cajón y alrededor las velas, mis tíos, mis primos, mucha familia, todos estaban vestidos con sus mejores ropas. La gente iba y venía, hablaban, se saludaban. Cada hora llegaba el encargado de dirigir el rezo, generalmente alguien mayor, mujer u hombre que con camándula en mano de memoria y en voz alta, hacia una parte de las oraciones y a quien los demás respondían en coro. Había un vaso de agua debajo del cajón, le pregunte a mi abuela, y me dijo que se ponía por si el muerto tenía sed. Estuve muy pendiente del vaso. Al parecer mi abuelo tenía sed.
Con mis primos nos disputábamos la repartida de tinto y cigarrillos. A la madrugada, cuando ya los niños dormíamos, se repartía caldo y aguardiente. Los grandes se turnaban, el muerto no se podía dejar solo, así que mientras algunos dormían otros permanecían en la sala, justo fue en uno de esos momentos cuando lograron que mi abuela durmiera para que su otra mujer e hijos, pudieran entrar a despedirse. Esto lo supe años después, cuando vi las fotos del entierro, y detrás del carro fúnebre identifique dos viudas llorando, una, mi abuela, la otra, una señora que nunca había visto. Así fue como me entere que mi abuelo tenía otra mujer y tres hijos varones con ella, a quienes les puso los mismos nombres que a mis tíos. Les tenía prohibido a sus dos familias, mencionar el asunto.
Hay otras muertes más recientes, la de mi tío que mataron justo al frente de la casa de mi abuela, en una de esas famosas y mal llamadas “limpiezas” que ocurren en nuestro país. Una cruz en el lugar exacto nos lo recuerda siempre. Y la de mi abuela materna que, aunque fue ya de adulta, no conservo la nitidez de los recuerdos de las anteriores. De la de mi abuela recuerdo, particularmente, la sirena del carro fúnebre.
Vamos todos caminando, bajo el sol inclemente, detrás del carro fúnebre, la sirena suena de nuevo, se va uniendo cada vez más gente. Mi abuela fue maestra de escuela, así que muchos de sus alumnos, personas ya adultas, se unen a la despedida, hay murmullos, a veces llantos, gritos, saludos de personas que se reencuentran, todos caminamos por las calles empedradas, pasamos el puente de quebrada seca, luego el retiro, la calle de las trampas, pasamos frente al parque América, la plaza de mercado, subimos la cuesta de San Francisco para llegar a la iglesia del Alto y participar en la misa. Llegamos al cementerio, no recuerdo exactamente qué pasó, mi tía Carmen y sus hijos era los que más lloraban. Los demás, estaban más resignados, incluso agradecidos. Mi abuela estuvo por cuatro años en coma y postrada en una cama. Creo que mi tía nunca perdió la esperanza. Se desmayó cuando la pusieron en la bóveda. Hubo serenata… “Los caminos de la vida
no son como yo pensaba…”, era el vallenato favorito de mi tío y que mi abuela siempre escuchaba llorando, recordándolo.
Luego estamos en la última lágrima, esa tienda al lado del cementerio que existe en tanto pueblo y ciudad colombianos, donde con cerveza en mano se termina de despedir al muerto, se recuerdan anécdotas generalmente divertidas, y con cada sorbo se va haciendo más llevadera la despedida.
La última vez que participé en un rito de nueve noches fue hace como nueve años, la verdad, por pura coincidencia. Fue con mi pareja, que por esa época venía a visitarme y a conocer Colombia, y Honda era parte fundamental de los destinos para su estadía. Llegamos un viernes en la noche a visitar a mi tía Agustina, pero no estaba, nos dijeron que estaba en la casa de mi tía Pastora, era la novena noche de su novenario.
Cuando abrimos la puerta, había mucha gente, mi tía fritaba empanadas y se repartía masato, era la comida elegida. Era una noche de julio, muy calurosa. Había gente sentada y parada. Hablaban entre sí. No era un ambiente lúgubre, una reunión como cualquier otra, si no supiera, diría que parecía más bien un cumpleaños o cualquier otra conmemoración. La muerte de mi tía Pastora, fue una muerte esperada, estaba muy vieja, enferma y cansada. El padre que daría la misa dormía sentado en una silla de la sala con un ventilador que habían traído para que lo refrescara. Nos dieron la empanada que intentábamos bajar con el masato espeso. Luego nos avisaron que la misa se haría en el andén de la casa donde había más espacio, y era el lugar más fresco para ese momento. La casa está frente a varios árboles grandes, detrás de estos hay una quebrada. Quebrada Seca, se llama, siempre parece un hilo a punto de desaparecer, pero cuando se viene la creciente, se lleva todo lo que encuentra a su paso: ya se ha llevado toda una hilera de casas y en una ocasión hasta un puente.
Así que fuimos hacia allá, el padre ya se había despertado y arreglado, tenía puesta la sotana, y se hizo detrás de la mesa dispuesta con mantel blanco, la gente en silencio había traído la silla de sus casas y esperaban la señal del padre para darse la bendición e iniciar. El Padre hacía el ritual de siempre. Lo que llamaba la atención particularmente de mi compañero era el monaguillo, un hombre ya maduro, vestido de blanco impecable, de pies a cabeza, muy pulcro y amanerado. Jaimito, el gay del pueblo, al que todos querían y respetaban.
Mi pareja, como gran parte de los argentinos, es hijo de inmigrantes, en su caso italianos, comunistas y ateos, así que no entiende nada sobre ritos católicos. La situación lo tenía fascinado. Solo abría sus ojos expectantes. Llego el momento de la misa en donde la gente se desea la paz, por un momento mientras realizaba el ritual con familiares que no veía hace mucho tiempo, vi a mi compañero a lo lejos estrechándose la mano con todas las personas del lugar, y cuando me acerqué a escuchar, alcance a oír que les decía: mucho gusto, me llamo Nicolás…
Espinas
Por Ángela Lozada
Huele a pintura. Está el local vacío y yo aprovecho para patinar allí adentro y repetir “eco, eco, eco”. Subo a la cocina buscando la voz de mi abuela que acaba de llamarme para tomar aguapanela con arepuelas, el ambiente está cálido. Paso mis dedos sobre el mantel de plástico que tiene unas frutas estampadas, pero que por el uso ya están casi borradas, sacudo unas moronas y me siento a comer las frituras doradas, regordetas y rellenas de queso.
Suena el picaporte y corro a la ventana, es la señora Lucía que con su delgada voz me dice: “buenas, ¿la señora Rosita?”, a lo que respondo “ya baja”, y al darme vuelta veo a mi abuela mascullando alguna oración con cara de angustia mientras baja rápidamente.
Se alejan con pasos ligeros y doblan en la esquina hacia la izquierda buscando el parque principal en donde queda la iglesia. Es martes y pronto empieza la legión de María. Debían irse más temprano para arreglar la virgen con la que visitan a un enfermo diferente cada semana, le llevan mercado, medicinas, rezan el rosario y dejan la virgen hasta el domingo para que ella interceda por su sanación.
Hoy no quise ir, pero siempre voy con ella a la legión, a la misa del domingo, al cementerio a cambiar las flores de la tumba de mi abuelo. Cada vez que llegamos a la tumba mi abuela da un par de golpes como avisando que ya llegó, limpia todo, cambia el agua, bota las flores viejas, todo en silencio. Me imagino que en su mente entabla diálogos con mi abuelo o tal vez reniega por llevar tantos años cumpliendo el mismo ritual, pero las dos sabemos que mientras esté viva lo hará.
Poco sé de él, mi hipocampo ha construido recuerdos a partir de lo que me cuentan: que cuando llegaba de trabajar yo le limpiaba los raspones de las pantorrillas con saliva y él sonreía tiernamente. Recuerdo en diferido al hombre que mi abuela extraña.
Lo que si recuerdo bien es una visita que hicimos a la casa del señor que vende lotería en la esquina del parque, está en silla de ruedas y enfermó Vive solo y no tiene qué comer ni quién lo cuide. Le llevamos la estatua de la virgen, comida preparada y medicinas. El aire de ese cuarto era una masa densa y fétida, no podía pararse de la cama así que orinaba y defecaba en el mismo lugar. Fue el rosario más rápido que hayamos rezado.
Al cabo de unas horas se les ve regresar doblando la misma esquina, vienen con el paso sincronizado, cargando un chal que les cubre los hombros y cae sobre la espalda, falda a la rodilla, media velada y zapatos negros. No es el uniforme de la legión, pero pareciera, todas las viejitas se visten igual.
Como pronto serán las seis de la tarde, enciende la veladora dispuesta sobre el altar casero en donde está la biblia, una figura de cerámica con la forma de la virgen, un crucifijo, un afiche del sagrado corazón de Jesús y estampitas de diferentes santos.
Bajamos al patio trasero, donde hay una alberca enorme que toca cubrir con un cartón para que no se ahoguen las palomas. Mi abuela mete las gallinas al corral, no hay muchas, apenas tres porque hace poco mataron una para el sancocho valluno de la nochebuena del año pasado.
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Mi abuela tiene manos y pies pequeños, una nariz de punta redonda y unos labios pequeños. Cada vez que reviso esas mismas partes en mi cuerpo me parece que somos igualitas, al menos yo quiero ser igualita a ella. En lo que definitivamente no nos parecemos es en las formas de querer, ella quiere cuidando, cocinando, lavando. No le gusta que la abracen. “No me toque el guargüero” me dice cuando la abrazo por detrás mientras está sentada cosiendo, pero es porque me enternece verle la piel que le cuelga de la garganta, suave y con olor dulce. A veces dice que la gente melosa es gente amargosa, pero yo he optado por no creerle.
Me lleva los domingos a la feria del pueblo, me compra helado combinado de leche y mora. Vamos a la plaza de mercado con un canasto de mimbre que llevo yo mientras está vacío, me hace sentir como una pequeña señora Rosita. En la carnicería nos envuelven la compra en un papel a rayas verdes con blanco y donde don Ángel compramos gelatinas de pata que me encantan para derretir en el fogón de la estufa.
Vivimos solas en el segundo piso de la casa, dormimos juntas en una cama doble y nos asomamos a la par por la ventana a ver la gente pasar. No sé cómo explicar el amor que nos une. Imagino que se siente como cuando en la iglesia los feligreses cierran los ojos y dicen “¡cúbrenos con tu manto, señor!” y una nube se posa sobre ellos sosegándolos de una forma milagrosa, sublime. Se siente suave y cálido, abundante e inagotable.
Hay pocas fotos de su niñez y juventud. En una se le ve acompañada de mi abuelo mientras él viste su traje de soldado. Serios, parados cerca, pero sin tocarse. Ella con 16 años y él con varios más, talvez 24. Un salto en el tiempo, un hoyo negro. Vuelven las fotos en las que se ven bordeando los 40 o 50 años. Mi abuela lavando ropa, mi abuela amasando arepas, mi abuela en la vitrina de la tienda. Luego mis abuelos con una bebé en brazos. Dos, cinco, veinte fotos con la bebé.
Después, solo mi abuela con la bebé en brazos. Muere él, muere una parte de ella y muere una parte de mí.
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En la casa vive una hija de mi abuela, la mayor de todos, pero entre ellas no se hablan. Mi abuela me manda a llevarle las comidas diarias, ella me deja entrar y me dice que le ponga los platos en la mesa, nunca me los recibe en la mano, sin embargo, creo que se come lo que le llevo porque me regresa los platos limpios.
No soporta ver a mi abuela y aun así nunca la deja aguantar hambre. No desampara a esa mujer de setenta años, tullida —como un día le escuché decirle— y con un ojo envuelto en una cicatriz. No sabe leer, ni escribir y de acuerdo a lo que recuerda rabiosa, le espantaron los pretendientes de su juventud. Esa quizás es la parte de su historia que más le duele, por la cual nunca tuvo hijos y vive apabullada por la soledad.
Un día vi a mi tía tirarle al piso la bandeja con comida gritándole “lárguese maldita, lárguese a lamer ladrillos en la iglesia”, a lo que mi abuela respondió en voz baja “¡Cállate esa boca!”. Mi tía vive en el último cuarto del primer piso, evitando a toda costa el riesgo de encontrarse.
Los inquilinos sospechan de esa perturbadora relación, pero por supuesto ante sus ojos la locura y rebeldía proviene enteramente de la vulnerable tía coja. Jamás ponen en duda la benevolente imagen de mi abuela.
La casa está en venta. Un señor alto y flaco ha traído dinero para cerrar el negocio. Se les escucha decir a mis tíos que, por la premura de vender, se regaló la casa. Mi abuela calla y no reconoce su pena, la traición de la que se siente envuelta por vender el fruto del trabajo de ella y mi abuelo. Sueña con él, la regaña por permitirlo.
El camión de la mudanza toma camino hacia Cali y en un bus viajan ellas dos, sin miradas punzantes ni palabras hirientes que ahonden el viacrucis que las atormenta. Por fin comparten un sentimiento, las une el desarraigo voluntario.
En Cali la relación se exorciza. Se tienen la una a la otra, aunque a ninguna le guste por completo, pero conviven así. Se sientan juntas a ver el noticiero con las puertas abiertas aliviando el calor. Salen juntas al mercado, mi tía entrelaza su brazo con el de mi abuela para remediar un poco su balanceo y mi abuela camina lento llevando el ritmo de los pasos cortos.
Se han mudado al menos seis veces, han vivido en casas grandes, pequeñas. En Cali, El Cerrito, incluso vivieron en Pereira. Se han vuelto andariegas y donde quiera que estén, también estoy yo, aunque ahora solo por cortas temporadas, pero las suficientes para ser testigo del renacimiento de un vínculo moribundo.
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Han pasado los años, siguen juntas, siguen solas, cada vez más ancianas y enfermas. Ahora mi abuela es una asidua visitante de la UCI. Voy a verla cada vez que la internan.
Esta vez dejó de hablar, ya no abre los ojos. Tengo que cambiarle el pañal, cambiarla a ella de posición para evitar que su piel se lastime por el roce de la cama. Paso la noche junto a ella durmiendo en el piso, sollozando. Pienso que quizás esto se trate de una pequeña devolución que puedo hacerle por todos sus cuidados y lloro, de miedo y de insondable gratitud.
Le tomo las manos, cubiertas de pequeñas manchas cafés y sigo llorando, le pido perdón por mis regaños cuando las veía pelear. Me lamento por haberme ido brava la última vez que las visité y no haber reconocido mi error cuando me reclamó por teléfono mi grosería. Sé que le dolió, quizás mucho más de lo que me duele ahora a mí al verla así, postrada en la cama como los enfermos que íbamos a visitar.
Debo volver a Bogotá y me despido de ella sin que pueda verme, pero convencida de que en su corazón tiene la certeza de que yo estuve allí.
Se recupera, tan solo un poco, vuelve a la casa y mis llamadas ahora son diarias. Con voz apagada y sentada en una silla donde permanece todo el día, ahora solo repite “ojalá Diosito se acuerde de mí. Ya estoy cansada”, mientras yo le pido un poco de paciencia.
¡Paciencia! Tiene 90 años y una hija difícil que se queja de dolores todos los días. Otros hijos más que poco van a verla, una viudez de 25 años, una casa vendida, una procesión de casa en casa hasta que se acaba la plata que quedaba de la venta. Ella sabe de paciencia, pero sobre todo de prudencia, de grandeza.
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Estoy en la oficina. Recibo una llamada. “Su abuelita murió”. El mundo se detiene, todo es silencio en mi cabeza. No pregunto nada, los detalles no me importan. Tomo el vuelo de la noche y llego a la funeraria 10 minutos antes del cierre.
Entro al salón y veo a la derecha la foto que le tomé en unas vacaciones, sonríe. Me dirijo al cajón. Me atrevo a verla allí metida y quiero abrir la tapa, tomarla entre mis brazos, que me sienta cerca una última vez. Mis piernas flaquean y solo siento dos personas a mis costados que me llevan hacia las sillas.
Mi papá me abraza y es su insípido calor el que me saca del trance. Me habla cariñosamente y me produce náusea. Quiero decirle que su mamá se murió sin saber de él, reprochar su egoísmo, su falta de amor por ella. Él no llora, nadie más llora, o al menos nadie llora como lo hago yo. Desgarrada.
Amanece. El hoyo en la tierra está listo. Con unas poleas empiezan a bajar el cajón y poco a poco van cubriéndolo de tierra, mi tía llora desconsolada y lanza una rosa blanca que rápido deja de verse. Miro a mi alrededor, los hijos están dispersos, nadie se mira entre sí, nadie contiene a nadie, todos parecen muy serenos.
Salimos de allí y de nuevo todos se alejan, el espectáculo de muerte que los acercó ya se acabó y ahora se escabullen sin dar cara. Me enfurece no entenderlos, no saber qué preguntarles para hacerme una idea de su abandono.
Tengo la turbia idea de que mi abuela como madre fue perversa, me crispo de pensar en esa posibilidad. No quiero abandonar la semblanza noble y justa de esa mujer que sostuvo mi vida, así que me decido por creer que con su devoción purgó las culpas por su maternidad, como sea que haya sido.
Estoy sola en el avión, cortando espinas para que duela menos.
Los extremos de la existencia
Por Lina del Mar Moreno Tovar
Me encanta ver cómo se forman las gotitas, su redondez perfecta y el ritmo constante con el que caen me producen una pasajera sensación de alivio. Me imagino el viaje de cada una de esas gotas tras ingresar a la manguerita que lleva suero, analgésicos y una larga lista de medicamentos por las venas y los órganos de mi abuela, en una lucha feroz por mantenerla viva. Trato de acomodarme pesadamente en el sofá y mi saco rojo de lana se queja, con sus fibras sobre exigidas al tratar de abarcar y contener mi panza de 38 semanas de embarazo. Estoy en estado de bienaventuranza, como me dijo días atrás un desconocido que me miró con una mezcla de ternura y conmiseración en la puerta de un local. Mientras tanto mi abuela lleva casi un mes internada en un hospital.
Un par de semanas atrás se levantó con un fuerte dolor abdominal que no sorprendió a nadie, pues arrastra achaques desde hace años. Una de sus hijas la llevó al hospital y de allí no ha vuelto a salir. La han pinchado, auscultado, monitoreado y examinado por dentro y por fuera con distintas herramientas, máquinas y aparatos; han introducido en su cuerpo una abundante cantidad de líquidos y sustancias para tratar de determinar cuál es el origen de su mal y cómo tratarlo, pero hasta ahora no ha habido éxito.
Ella vomita a diario a causa de ese mal que se empeña en permanecer oculto; yo vomito también de vez en cuando, pues el embarazo me produce una indigestión terrible. Desde el espejo colgado en la pared, frente al sofá donde reposo los 67 kilos que ahora pesa mi cuerpo —incluyendo bebé, placenta y líquido amniótico—, me mira una mujer de piel tersa, cabellera hermosa y ojos brillantes: las hormonas del embarazo me tienen radiante. Estudio el rostro de mi abuela, quien está muy pálida, lívida, delgada, casi transparente, como si estuviera desapareciendo de a poquitos, borrándose lentamente ¿Será posible que siga haciéndose transparente hasta que llegue un punto en que no la veamos más y así tengamos certeza de su muerte? Ambas estamos completamente sumergidas en las sensaciones de nuestros cuerpos, que caminan hacia extremos opuestos de la existencia: ella está partiendo, yo inundada de vida.
A pesar de su sufrimiento, mi abuela está consciente. Yo no había venido a visitarla porque me daba pánico imaginar el hospital lleno de pequeños bichitos invisibles, flotando por todas partes, listos para meterse en mi cuerpo de embarazada y causarnos algún mal a mí, a la bebé, o a las dos. Y pensar que en un par de semanas tendré que entrar por mi propia voluntad al hospital donde voy a parir a mi hija, y tendré miedo también, pero no de la muerte sino del trance de la vida.
No había venido porque me debatía entre la creencia optimista de que ella pronto saldría del hospital y la oscura certeza de que el desenlace sería fatal. Sin embargo, esta noche mi abuela mandó a llamar junto a su cama a sus tres hijos, sus cinco hijas, sus veintidós nietos y nietas y sus dieciocho bisnietos y bisnietas. La hora y el tono del mensaje eran perentorios, así que me atreví a juntar las dos puntas de la existencia. Llegué en cuanto pude y encontré a mis primas abajo, nos abrazamos expectantes, procurando mantener la angustia a raya, aferrándonos a la negación colectiva de lo que estaba sucediendo.
Por supuesto que las normas del hospital no permitían semejante procesión de gente dentro de una sola habitación. De los cuarenta y ocho convocados llegamos dieciocho, pues algunos estaban trabajando y otros demasiado lejos para acudir de inmediato. El número seguía siendo desproporcionado para una visita de hospital; sin embargo, algún médico de corazón conmovido autorizó que entráramos todos al mismo tiempo, a cumplir con la voluntad de ella. Estaba claro que no había marcha atrás, así que con esa certeza subí a afrontar la despedida.
Siempre he visto a mi abuela como una mujer endurecida por la vida. Creció en Bogotá, en el sur, en un barrio que en su infancia colindaba con potreros infinitos. Cuando yo era niña, ella me contaba cómo desde su casa, en los márgenes de la ciudad, vio la profusión de incendios y altas columnas de humo producidos por la revuelta social que inició el 9 de abril de 1948. Por ese entonces ella tenía nueve años, la misma edad que yo cuando escuché de su boca, por primera vez, la historia del Bogotazo. Me la contó en un periodo en el que vivió en casa de mi familia, donde me cuidaba mientras que no estaba en el colegio y obligaba a mi hermanito a comer a la fuerza, apretándole los cachetes para que abriera la boca y así poderle meter la cuchara. Yo era una niñita consentida, rebelde, y me sentía lejos de mi abuela, de sus formas y su historia. Sin duda estábamos lejos: a los nueve años yo estudiaba en un colegio privado y peleaba con las monjas que me querían obligar a tejer un bolso en paja italiana, so pena de perder el año si persistía en mi rebelión. Mi abuela poco pudo estudiar y mucho tuvo que trabajar, así que a los nueve años ella lavaba montañas de ropa ajena, que a veces tenía que llevar ya limpia y planchada hasta el centro para recibir a cambio unas monedas, a menos que se distrajera mirando con su anhelo de niña cualquier espectáculo callejero y algún pillo le robara el atado de ropa, como le pasó cierta vez.
Mi abuela fue educada con dureza, a la usanza de la tradición, sin mimos ni caricias, en una época en que los niños y niñas eran considerados simplemente como personas bajitas. Nada de consideraciones especiales, poco juego, mucha obediencia y silencio permanente. Así creció en medio del trabajo incesante, rígida, distante, pobre, y por sobre todas las cosas, detestando el hecho de ser mujer.
Ese sentimiento probablemente se empezó a forjar cuando, entre camisas puestas a secar, mi abuela se preguntaba por las libertades concedidas a sus hermanos varones, que a ella se le negaban. Seguramente se acrecentó después de que un vecino le confesó a uno de sus hermanos que ella le gustaba y, cuando sus padres se enteraron, la obligaron a casarse a los dieciocho años con ese hombre, que a duras penas conocía, para “proteger su honra”. Quizá ese sentimiento se enraizó más en su corazón nueve meses después del matrimonio forzado, cuando duró una semana aullando de dolor para poder parir a su primera hija, y creció, sin control, con cada uno de los diez embarazos y ocho partos a los que se enfrentó. Pero de lo que sí tengo certeza es que ese odio por su destino de mujer se instaló definitivamente en su vida cuando el padre de las criaturas un día se fue con la empleada de una tienda de ropa y no volvió más.
Mi abuela se refugió en la religión, a través de una iglesia de normas muy conservadoras, mientras que los hijos mayores apelaban a su imaginación infantil para idearse formas de conseguir comida suficiente para llenar todos esos estómagos. En su papel de madre mi abuela repitió lo que había aprendido como hija: una crianza sin caricias ni juegos, a cambio de ello una obediencia incuestionable, mucho trabajo y un odio visceral hacia lo femenino, que siempre hizo particularmente tensa la relación con sus hijas.
Así las cosas, era difícil que yo no heredara algo de aquel desprecio de mi abuela; no en vano, había nacido de una de sus hijas, quien también creció aborreciendo el hecho de ser mujer, sumándose a esa cadena infinita de mujeres eternamente enojadas con su suerte, que asumían la maternidad como parte de un destino irrenunciable, formadas para el trabajo duro, la negación del placer, e incluso de su propia belleza.
Yo era el eslabón más reciente de esa cadena, pero en mí la misoginia había tomado un camino de negación absoluta de la maternidad como referente y confirmación suprema de lo femenino. No me gustaba ser frágil, ni delicada, ni vista, ni admirada. Había construido una identidad de mujer fuerte, determinada, intelectual, viajera, independiente y despreocupada hasta que, en un invierno alocado y lleno de amor en el sur del mundo, una semilla buscó amparo en mi vientre. Ahora gestaba. Una niña llenaba todo mi cuerpo, mientras que mi abuela se hacía transparente justo frente a mis ojos, rodeada de esa abundante descendencia que quizá habría preferido no tener.
De regreso al escenario agónico, dieciocho pares de ojos presencian la inminencia de la muerte. Mi abuela canta himnos religiosos, ambientando el camino de su propia partida. Sin fijarse demasiado en ninguno, ella pasa revista a todos los rostros y aún en su delirio afirma: “me falta uno”; su hijo amado, el consentido de su vida, el que vive en Venezuela, no ha podido llegar aún y ella estira al máximo su capacidad de resistir con tal de no irse sin verlo. Está sufriendo, es evidente, pero a ella no le importa, sabe que su hijo viene en camino, que está cada vez más cerca, lo esperará el tiempo que sea necesario, está cansada pero también decidida.
En estos treinta y cuatro años de cariño distante, nunca la vi tan luminosa, con un pie en lo insondable después de la vida y el otro completamente firme aún en la presencia material de su cuerpo. Finalmente, después de treinta y seis largas horas de agonía, llega mi tío y ambos se funden en el último profundo abrazo. Veinte minutos después, mi abuela retira con fuerza las agujas de sus venas, se levanta de la cama y, con la misma determinación con la que esperó todo este tiempo, decide morir, de pie, en los brazos de sus hijas.
***
Ahora soy yo quien aúlla de dolor, mientras mi hija se abre paso entre mis carnes para salir al mundo. Mientras deliro, totalmente sumida en el planeta parto, comprendo de repente que la maternidad no es frágil y delicada, sino salvaje, feroz, apasionada e intensa, justo lo que como mujer siempre he querido ser. Vengo de un linaje de mujeres valientes, lo suficiente incluso para enfrentarse a la muerte, ya no tengo miedo, puedo parir a mi hija. Pujo con todas mis fuerzas, al filo de los dos extremos de la existencia; mi compañero me susurra al oído “eres todas las mujeres de tu historia” y, con ese fuego del poder femenino en mi vientre y la fortaleza que me legó la abuela en su partida, el cuerpo de mi hija termina de salir de mis entrañas.